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Después de ver las caras de alegría de los nacidos en año bisiesto no me cabe ninguna duda: cumplir años un 29 de febrero, a partir de cierta edad, solo puede tener ventajas. Una vez que has ido alcanzando y superando momentos clave, esa especie de mojones de nuestro camino vital (la edad legal para hacer todo lo prohibido, la del carné de conducir o la de votar con ilusión y creyendo que el mundo va a cambiar), llega un feliz día en el que decides plantarte. Las velas estorban, la tarta engorda y los regalos, salvo excepciones, no consiguen que te abstraigas de la realidad, que no es otra que la de envejecer, lo más dignamente posible, sabiendo que, además, no hay alternativa. Bueno sí, pero no está en este mundo, en el que la juventud ha pasado de ser un divino tesoro a ser idolatrada, y se intenta prolongar hasta límites insanos. Por eso los miembros de este peculiar club del 29 tienen motivos para sonreír, para ellos la celebración es optativa, tienen ventaja a la hora de esquivar la insidiosa pregunta "¿y tú cuántos cumples?" y ahorrarse las caras de sorpresa o desencanto posteriores. Para ellos el tiempo pasa igual, pero pueden legalmente declararse insumisos del calendario.