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Lanzado, Mariano Rajoy va lanzado y no le asustan las advertencias de Angela Merkel y otros colegas de la Unión Europea. Su órdago político para flexibilizar y suavizar las exigencias sobre el déficit público ha sido acogido con unánimes elogios por la prensa española. Al presidente del Gobierno se le nota estos últimos días más seguro, más confiado en el éxito de su misión, que no es otra que sacar al país de la crisis.

En la vida política y sobre todo en las campañas electorales, la premisa de ir con la verdad por delante hace mucho tiempo que ya no se lleva. Los ciudadanos curados de ingenuidad saben que ahora se lleva el realismo puro y duro y la transparencia excelsa. De modo que la subida del IRPF (menos dinero en la nómina mensual) y la reforma laboral (despido más barato y más desempleo) son dos acciones reales y transparentes que no parecen haber alterado sustancialmente el apoyo popular al flamante presidente, según los más recientes datos demoscópicos. El mismo Rajoy se ufana de que la mayoría de ciudadanos le entiende y comprende el porqué de las reformas y los recortes en marcha. Y habrá más, avisa. No hay que impacientarse. Tras las elecciones andaluzas y asturianas, y después de la evaluación europea de los presupuestos generales del Estado y del programa a aplicar con gruesas tijeras, habrá más novedades. Ya digo, a Rajoy se le ve tremendamente seguro, más emprendedor (si prefieren un término político-empresarial hoy tan gastado), más proactivo (otra bobada terminológica de idéntica naturaleza que ni siquiera figura en el diccionario de la Real Academia Española). Porque Rajoy no teme a la calle ni a la huelga general. Los mercados constituyen la única piedra, incómoda y puñetera, en el camino. Así se manifiesta al menos en público.

Paradojas de la política. Desde que pasó a un segundo plano, desde que dejó el poder y ha vuelto a pisar la ardiente arena del desierto, Alfredo Pérez Rubalcaba tiene que esforzarse de lo lindo para aumentar el volumen de su voz en la oposición y proclamar que el PSOE condena la violencia y rechaza el vandalismo de los manifestantes antisistema. Arropado, en cambio, por la sólida mayoría cosechada en las urnas, Mariano Rajoy puede permitirse advertir, desde el gobierno y sin sonrojarse, que "es el momento de ser prudentes porque con eso [salir a la calle] no se consigue nada", en frase entrecomillada extraída de la versión que ofreció días atrás el diario "El Mundo".

Cuando las recientes manifestaciones estudiantiles de Valencia y las marchas sindicales contra la reforma laboral en numerosas ciudades, desde el PP se apresuraron a descalificar la vía de la protesta callejera porque el partido en el gobierno considera que es contraproducente molestar a los mercados y, además, no tiene que darse una mala imagen de España en el exterior. Así pues, cualquier gobernante que se precie tiene al parecer la obligación de evitar a toda costa que se enfaden los mercados. Y ha de velar en todo momento por la imagen de España que trasciende más allá de nuestras fronteras, imagen que obviamente se quiere que sea buena, no mala.

Era de todo punto previsible, por otra parte, que la posible convocatoria de una huelga general originara múltiples críticas. El presidente de Balears, José Ramón Bauzá, ha afirmado, tajante, que una huelga general no ayudaría a reactivar la economía y que sería muy perjudicial que se llevara a cabo coincidiendo con el inicio de la temporada turística. Desde el Govern, por tanto, también se expresa una seria preocupación por la imagen exterior. Ignoro si se tiene idéntica preocupación por la imagen interior, esto es, por el estado de justificada indignación de cuantos estudiantes y trabajadores salen a la calle por unas razones muy concretas y que es innecesario repetir aquí.

Y puesto que con manifestaciones y huelgas "no se consigue nada", según sentencia el presidente Rajoy, el PP seguirá adelante, viento de proa a toda vela, con una severa política de ajustes, caiga quien caiga, para situar el déficit en el 5,8 por ciento del PIB a final de año y en el 3 por ciento cuando se despida 2013.

En los próximos dos años, por tanto, a los ciudadanos españoles -sean trabajadores en activo o en paro, empresarios en activo, en apuros o en quiebra, estudiantes, usuarios de la sanidad pública o pensionistas- les aguarda una tormentosa navegación por el mar de la crisis. No será una travesía plácida. Pese a sentirse seguro y contar con el aval de la mayoría absoluta parlamentaria, Mariano Rajoy no debiera desentenderse sin embargo de la intensidad que puedan adquirir las movilizaciones de las -por ahora- minorías del descontento social (sindicatos y formaciones de izquierda); le conviene incluso vigilar con suma atención los vaivenes de la indiferencia política (alimentada mayormente por ciudadanos que militan en la abstención). Porque en los próximos meses, a partir del verano y de forma más pronunciada a partir del otoño, se pondrá a prueba la capacidad de aguante, la resistencia de la sociedad española. Y si los vientos de la crisis embisten con descomunal fuerza contra la proa del país y acaba rompiéndose la cada vez más tensada cuerda de la paz social en la calle, acaso ya carecerá de sentido alguno insistir en preservar la buena imagen de España y refugiarse bajo el manto protector de los mercados.