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A lo largo del mes de mayo recién finalizado, se han sucedido en nuestro país, y en especial en su Málaga natal, un sinfín de actividades culturales -conferencias, exposiciones, lecturas poéticas- con el fin de homenajear la memoria del poeta Emilio Prados ( Málaga,1899- México, 1962) en el quincuagésimo aniversario de su muerte. Aunque, sin duda, no sea tan popular y conocido como otros componentes de la Generación del 27- García Lorca, Alberti, Salinas- se trata de un excelente poeta que jugó un papel decisivo en la configuración de este grupo poético con la fundación de la imprenta Sur y la creación, con su amigo Manuel Altolaguirre, de la mítica revista Litoral, en la que se publicaron varias obras de esta agrupación generacional.

Dotado de una personalidad un tanto conflictiva y muy peculiar, su figura solitaria y su propio itinerario poético, encerrado en sí mismo, obligan a considerar la existencia de un ámbito particular y muy exclusivo para él dentro del grupo al que pertenece.

Tuvo en su vida unos comienzos difíciles que, en cierto modo, pueden explicar los paraísos cerrados en los que se recluye y aísla. Desde su más tierna infancia tuvo una salud delicada y ya, en plena juventud, sufrió una grave crisis que le obligó a ingresar en un sanatorio suizo, una durísima experiencia que influyó decisivamente en su poesía. En esa reclusión terapéutica, comenzó a descubrir los autores más sobresalientes de la literatura europea y a consolidar su vocación de escritor. Fundamental fue también su rica experiencia vivida en la Residencia de Estudiantes en Madrid, donde convergían las ideas vanguardistas e intelectuales europeas. En este fecundo caldo de cultivo se formó la Generación del 27 y allí fue donde Prados entabló amistad con el grupo que formaban, entre otros, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Juan R. Jiménez y García Lorca. Estos dos últimos fueron los que más influyeron en su pronta orientación hacia la poesía.

Su obra, profunda, personal y mística, se ajusta perfectamente a los avatares de su vida, marcada poderosamente por el eje divisorio de la Guerra Civil y del exilio. Su primera etapa se fundamenta en tres poemarios Tiempo (1925), Canciones del farero (1926) y Vuelta (1927). En todos ellos el tema dominante es el de la naturaleza contemplada amorosamente como vida en el tiempo y en la que el hombre se integra en armoniosa síntesis. La obsesión por la muerte, le lleva a valorar especialmente esa realidad no sometida a un tiempo destructor, en la que no existe una muerte absoluta y donde todo es transformación que permanece. En todas estas obras es muy visible el entroncamiento de la vanguardia lírica, en particular el surrealismo, con el tradicionalismo poético, especialmente el folklore popular y las huellas de la poesía arábigo-andaluza.

Con su libro Cuerpo perseguido -escrito en 1927, pero publicado en 1946- inspirado en un amor real, se aprecia un cambio muy significativo: la presencia del amor humano trunca la perfecta armonía vislumbrada en la naturaleza. El poemario se corresponde con un momento de crisis interior, que lleva al poeta a romper con todo y con todos y a vivir una experiencia casi eremítica. Su vuelta, poco tiempo después, en su reencuentro con la sociedad, supuso una actividad social frenética. Prados se interesa vivamente por la dignidad del hombre y su libertad, una dedicación incondicional que durará hasta el final de la guerra. Es el inicio de una poesía social y política, de la que fue claro precursor, en la que irrumpe con fuerza el lenguaje surrealista. En esta línea destacan sus libros Andando por el mundo (1932) y La voz cautiva (1934), que traslucen sus preocupaciones sociales, que culminan con el activismo político de la época republicana y de la Guerra Civil. A ese compromiso responden Llanto en la sangre (1937) y Romancero y Cancionero para los combatientes, incluidos en su obra Destino fiel, con la que gana el Premio Nacional de Literatura de ese año. En ellos laten las tragedias cotidianas del conflicto. Pese a que, a veces, le vence el desánimo, en ningún momento considera la claudicación.

Su última etapa está representada por la producción poética del exilio mexicano. Tras un breve preámbulo en París, Prados se instaló en México para iniciar un exilio que se prolongaría hasta su muerte. Perdido y sin horizontes vitales, se siente solo y desorientado. Fueron años de desarraigo y de lamentos. Mínima muerte (1944) fue la primera muestra de su nueva andadura poética, que arranca de la negativa soledad en que se halla Prados y que avanza hacia un voluntario recogimiento interior con tonos casi místicos, un camino que le ayudó a no caer en un nihilismo desintegrador. El poeta aspira a un deliberado ascenso hacia el infinito para liberarse de la nada.

En los versos de Jardín cerrado (1946), su obra cumbre, dice hallarse en su plenitud vital, tras superar el doloroso camino marcado por la nostalgia obsesiva hasta alcanzar el justo sentido del tiempo del hombre en la vida. Tras una larga búsqueda, asume la vida y la muerte, la alegría y el llanto, la naturaleza y el hombre como partes de una unidad indestructible. La recta final de su trayectoria lírica se caracteriza por sus versos de un considerable calado metafísico en los que reafirma esa plenitud alcanzada: Río natural (1956) o Signos del ser (1961) son una buena muestra de ello.

Injustamente situado en una segunda fila dentro del grupo del 27, su poesía, bellísima y muy bien elaborada, bien merece nuestro recuerdo y una atenta lectura.