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Las reflexiones filosóficas sobre el optimismo son muy antiguas, pero sólo en las últimas décadas los científicos de la salud han traspasado la frontera de las enfermedades para volcarse en la investigación de las cualidades naturales que nos ayudan a vivir una vida gratificante y completa. El optimismo, o la inclinación a percibir y juzgar las cosas acentuando los aspectos más favorables quizá sea la más importante.

El termómetro del optimismo mide nuestra visión de las cosas en los tres contextos del tiempo: la forma como valoramos las experiencias pasadas, las explicaciones que damos a los sucesos que nos afectan en el presente, y la perspectiva que utilizamos habitualmente para valorar el futuro. Me explico.

En primer lugar, las personas optimistas almacenan en la memoria y evocan preferentemente los buenos recuerdos, los éxitos del ayer. La valoración favorable de nuestro ayer alimenta la confianza y la motivación para abordar los retos que nos plantea la vida. En segundo lugar, a la hora de afrontar los infortunios del presente, los optimistas tienden a pensar que sus efectos negativos son pasajeros, que no afectan a la totalidad de su ser, y aunque hayan sido consecuencia de sus propios errores no se sobrecargan de culpa. Por otra parte, casi siempre encuentran en las crisis algo positivo o que les sirve de aprendizaje. Y en cuanto al futuro, el ingrediente fundamental del optimismo es la esperanza. Hay dos tipos de esperanza; una se manifiesta globalmente y consiste en el grado de fe que tenemos en el buen destino de la humanidad, en que los males que nos afligen no tendrán la última palabra. La otra esperanza es más concreta y se manifiesta en el sentimiento de que si nos lo proponemos lograremos lo que deseamos.

El pensamiento positivo protege la autoestima y es un buen antídoto del desánimo y la indefensión. Las personas optimistas esperan que les vayan bien las cosas, confían en que poseen las aptitudes necesarias para conseguir las metas que se proponen y, por tanto, las persiguen con confianza y tesón.

El optimismo no implica negar la realidad ni fomenta un falso sentido de invulnerabilidad. Se trata de una forma esperanzadora de pensar que nos impulsa a luchar sin desmoralizarnos contra las adversidades. Ante situaciones peligrosas el pensamiento positivo nos incita a esperar lo mejor y a prepararnos para lo peor. Además, los optimistas se muestran más abiertos a buscar información sobre sucesos que les preocupan, y antes de tomar decisiones importantes, sopesan tanto sus aspectos positivos como los negativos. Por el contrario, los pesimistas se limitan a considerar únicamente los aspectos negativos.

Igualmente, las personas optimistas sienten que ejercen control sobre sus circunstancias, piensan que ocupan "el asiento del conductor" y que sus decisiones cuentan. Aunque esta idea contenga una dosis de fantasía, les aporta seguridad y les motiva a enfrentarse a los problemas, lo que aumenta las probabilidades de solventarlos. El pensamiento positivo también ayuda a pasar página, a hacer las paces con el ayer, a perdonar, y a seguir adelante.

Es verdad que el termómetro del optimismo no es perfecto. La percepción subjetiva del mundo no se puede medir como medimos la temperatura del cuerpo, el peso o la presión arterial. Por eso, hoy por hoy, la mejor técnica para averiguar el nivel de optimismo en las personas es, sencillamente, preguntar. Cuando analizamos las numerosas investigaciones sobre el optimismo que se han llevado a cabo en distintas partes del mundo, emerge un cuadro reconfortante: la gran mayoría de las personas se consideran optimistas, aunque no lo digan públicamente y mucho menos presuman de serlo.

En los cuarenta y pico de años que llevo estudiando el comportamiento humano he podido comprobar que si observamos y escuchamos con serenidad a los demás es fácil concluir que abundan las personas que se inclinan a captar el lado positivo de las cosas e incluso cuando son víctimas de penosos reveses extraen de ellos algún provecho. Son personas que disfrutan del espectáculo del mundo, se sienten satisfechas con la vida en general, y declaran con sinceridad que vivir merece la pena.

Este hecho no nos debería sorprender. Desde el amanecer de la humanidad la fuerza natural del optimismo ha impulsado a los seres humanos a ejercer con ilusión el emparejamiento, a resistir y superar las calamidades, y a promover el progreso y el bien común. Como escribió la escritora ciega y sordomuda Helen Keller hace un siglo, "Ningún pesimista ha descubierto el secreto de las estrellas, ni ha navegado por mares desconocidos, ni ha abierto una nueva puerta al espíritu humano".

El optimismo, pues, es un atributo universal muy valioso para la supervivencia y propagación de nuestra especie, al que la fuerza evolutiva de selección natural no ha tenido más remedio que conferir el tratamiento preferencial que se merece. En el fondo, la mayor sorpresa que nos proporciona el estudio del optimismo es que sea algo tan común, tan ordinario, tan normal.