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El Gobierno aprobó recientemente en Consejo de Ministros un Anteproyecto de Ley para la Mejora de la Calidad Educativa. Cuando el gasto por alumno en España –7.600 euros año– está por encima de la media europea, cuando el número de alumnos por profesor –8,6– es de los más bajos, cuando nuestros docentes están relativamente mejor pagados que otros profesionales con similares estudios superiores y cuando en las encuestas del CIS el problema de la enseñanza no consta entre los que más preocupan a los españoles, se presenta en sociedad la séptima reforma de las enseñanzas Primaria y Secundaria desde la Transición. Su necesidad viene justificada cuando está constatado un abandono escolar del 29%, doble del europeo, y que un 23% de los jóvenes españoles comprendidos entre los 15 y 29 años, es decir el tramo de población que procede de estas enseñanzas, ni trabaja, ni estudia. José Antonio Marina, presentándose como simple profesor de Bachillerato, –cosa que honra a un prestigioso filósofo– visitó recientemente Menorca para hablarnos con brillantez de la «ética de la felicidad». Definió a la disciplina que estudia la moral como «lo mejor que ha desarrollado la inteligencia humana para resolver dos problemas fundamentales, como son la felicidad personal y la dignidad de la convivencia». Pero a lo largo de sus reflexiones pasó un mensaje claro: la mejor inversión que podemos hacer en estos momentos es en educación. «En cuatro o cinco años podríamos corregir todos los problemas actuales y acceder a una educación de calidad». Falta tan solo consensuar, integrar esfuerzos. Falta diseñar no a impulsos partidistas, sino con objetivos a medio plazo diseñados por expertos desprovistos de compromisos políticos. Porque de la educación se ha querido hacer, indiscutiblemente, objetivo político. No puede ser que hayamos dado seis bandazos, que diseñemos el séptimo, cuando ya se amenaza con un futuro octavo. Muchos lectores de esta Tribuna se preguntarán por qué entro en un tema del que no soy especialista. Mi respuesta es sencilla. Porque estos bandazos afectan a las personas que nos llegan a las Fuerzas Armadas y a su formación: ya perdimos, por ejemplo, unos magníficos Institutos Politécnicos. Y porque nos han salpicado muy sutilmente poniendo en peligro uno de los aspectos mas importantes de nuestro ser, como es la vocación.

Una lectura no digerida ni adaptada en el tiempo de los decretos de Azaña fue desarrollada por uno de los ideólogos que trajo la ministra Chacón a Defensa, el catedrático Javier García Fernández, nombrado Director General de Enseñanza. En principio puede presentarse como beneficioso el haber planificado que un oficial obtuviese un adicional título de Ingeniero. Pero también tiene connotaciones peligrosas. Imagine el lector que la Facultad de Medicina de la Complutense encargase parte de la formación de sus médicos a la Escuela de Ingenieros Agrónomos de la Politécnica de Valencia, con la ventaja de darles un doble título. Algo así está pasando en la formación militar, pero con un fondo más cínico. Se trata de diluir la vocación, de «civilizar» en un sentido peyorativo de la palabra. Solo el buen hacer de los responsables, solo la disposición de los profesores de las academias y de algunos universitarios, solo la vocación de los jóvenes alumnos que eligieron voluntariamente la carrera de las armas, salvan la situación, muy trabada por leyes acordadas sin consenso en el último de los bandazos. Otra vez la misma canción, superada a fuerza de enormes sacrificios personales y de grandes costes para los Ejércitos.

He citado la palabra vocación y en ella reside la clave de una buena formación. ¿Por qué duele a ciertos españoles este estímulo moral? ¿Es que nunca la han sentido ellos? ¿A que corporativismo vocacional tienen miedo? ¿Al de la Iglesia metida en Caritas o en Manos Unidas? ¿Al de los Ejércitos que cumplen lealmente las misiones interiores y exteriores con eficacia? ¿Al de los médicos , una de las profesiones mas vocacionales y más sacrificadas? ¿No saben –o no quieren saber– que un vocacional rinde un 120% a su sociedad?

José Antonio Marina puso en boca de tres canteros de su Toledo natal una descriptiva comparación que viene al caso. Los tres realizaban el mismo trabajo de cantería en los aledaños de su incomparable Catedral metropolitana. El primero, cincel en mano, no dejaba de quejarse de su salario y de las condiciones de su duro trabajo. El segundo decía cumplir sencillamente lo que su capataz le había ordenado. El tercero, comprometido, estimulado, contestaba: «Estoy reconstruyendo la catedral». El día en que todos juntos estemos convencidos de que podemos reconstruir la catedral de la educación podremos alcanzar para hijos y nietos lo que seis reformas no han conseguido. También será el día en el que respetemos y estimulemos la vocación de los profesores, en parte importante, responsables del futuro de nuestra sociedad. Todos saldremos ganando.