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En una misma fecha, el pasado día 8, se publicaron tres sondeos que coinciden en destacar una creciente desconfianza sobre la clase política. Los porcentajes de desafección ciudadana constatados por el Centro de Investigaciones Sociológicas y Metroscopia, en la política española, y por GADESO, en el ámbito balear, debieran motivar una profunda reflexión, en primer lugar entre los políticos en activo pero también entre los dirigentes de sus partidos y el conjunto de la ciudadanía.

Desde el principio debo manifestar que sería totalmente injusto cargar sin más el desprestigio en todas las personas dedicadas a la actividad política. En modo alguno cabe generalizar porque, como ocurre en otros campos, en este país y en Balears hay muchos políticos muy válidos y preparados y otros muchos que, desgraciadamente, no pueden -ni podrán jamás- presumir de ello. Insisto en que no cabe generalizar ni meter a todos los políticos en el mismo saco porque de hacerlo así se prescindiría de toda objetividad. (Al respecto, sería muy provechoso que los periodistas fuéramos los primeros en ejercer la autocrítica).¿Qué razones abonan la desconfianza y el desprestigio detectados en los últimos meses -y acaso años- en la vida política? Son varios los factores que han conducido a la preocupante situación ahora subrayada. Apunto los tres que considero más visibles: la corrupción, la mediocridad e incompetencia, y el distanciamiento de las preocupaciones ciudadanas más importantes que se expresan en la calle.Aunque los políticos corruptos en nuestro país son una exigua minoría, es evidente que el impacto de los numerosos casos de corrupción ha provocado graves perjuicios, no solo económicos sino también morales. Los políticos que se apuntan a la corrupción suelen actuar siempre movidos por intereses particulares y no por el interés general. El urbanismo y la ordenación del territorio es el coto por excelencia en el que ha operado y opera el potente negocio de la corrupción, pero los tentáculos del mismo hace mucho tiempo que se fueron extendiendo por otras muchas áreas. La corrupción ha sido la lacra más determinante en el proceso de paulatina desconfianza ciudadana hacia los gestores de los asuntos públicos. Esa misma lacra, sin embargo, no puede servir de apoyo para verter la manida y estúpida falsedad que reza aquello de que "todos los políticos son iguales". Es una declaración de todo punto inadmisible, como tampoco puede aceptarse, igualmente por falsa y difamatoria, la afirmación de que los políticos son unos corruptos, cuando estos, como ya he dicho antes, son simplemente una minoría.

Para comprobar la existencia de tanta mediocridad e incompetencia en la gestión política no es preciso esforzarse demasiado en la tarea de su detección. Abundan lamentablemente los políticos mediocres y faltos de una mínima competencia para desarrollar una labor que sea merecedora de una buena valoración por parte de los ciudadanos. Sin duda podría ser muy extensa la lista a confeccionar de los políticos que no dan la talla; políticos mediocres existentes en los tres niveles de la administración pública -central, autonómica y municipal- y que ejercen no obstante su trabajo tan ilusionados y tan campantes. Dejo para el lector la concreción de cuantos ejemplos se le ocurran.

Cuando un equipo de gobierno se desentiende de buena parte de las principales demandas que le llegan desde la calle, se extiende con suma rapidez la crítica de los ciudadanos y muchos emprenden un camino de distanciamiento que difícilmente tendrá retorno. Crece así la desconfianza y se debilita el prestigio y la credibilidad de los gobernantes. Y muchas veces tan penosa situación se agrava cuando son los políticos de la oposición quienes también desoyen el clamor y las reivindicaciones procedentes de la misma calle.

La gran mayoría de los políticos más relevantes suspende una y otra vez en las encuestas. A fuerza de reiterarse la baja calificación que les otorgan las personas encuestadas, el hecho no despierta sorpresa alguna. Y más cuando la gestión de la crisis económica, con una severa política de recortes, provoca un contundente rechazo por parte de unos colectivos cada día más numerosos. Al PP, PSOE, Convergència i Unió y Coalición Canaria no les aguarda precisamente un camino de rosas en la Administración central y en las respectivas comunidades autónomas que gobiernan. Los sondeos demoscópicos indican que no será fácil acabar con la desafección política que se ha instalado en la sociedad española. Y no será fácil que los dirigentes que han cosechado unos vergonzosos suspensos consigan el aprobado y mucho menos el notable o el sobresaliente. De todos modos, y aunque recurra al tópico, las encuestas definitivas son las que salen de las urnas. Los resultados de las elecciones son los que marcan con precisión el grado de confianza -o de descrédito- que alcanzan los partidos políticos, sus líderes y el conjunto de sus candidatos electorales. Pese a la dureza de la crisis y al respeto debido a las discrepancias que dividen y distancian, todos los ciudadanos -y por supuesto todos los políticos- deberían asumir un compromiso muy claro: oponerse con firmeza a cuantas acciones supongan un retroceso o recorte de la democracia; fortalecer una democracia siempre abierta al diálogo y la negociación; defender una democracia que combata la escalada de las desigualdades sociales e intente eliminar las ingentes bolsas de la pobreza; luchar por una democracia que sepa extirpar todo tipo de amenazas, chantajes y miedos.

Hay que evitar, en suma, que el deterioro -el recorte- de la democracia siga adelante por culpa del afán de dominio de un poderoso mundo financiero empeñado en imponer sus reglas en la vida política; por unas claras maniobras que conducen hacia una recentralización del Estado y que curiosamente parecen acentuarse al soplar vientos independentistas en Catalunya; y por la muy peligrosa deriva que en la calle se atreve a cargar contra la mismísima representación popular de las instituciones políticas, elemento esencial en la articulación de la convivencia democrática.

En pleno periodo de tensiones harto comprensibles, es lógico que numerosos colectivos sociales y políticos aboguen por la regeneración de un sistema democrático que logre ajustarse a las nuevas realidades. Pero no vale confundirse y cuestionar el poder y la representación que se obtiene mediante el voto en las urnas. Si una bandera se deshilacha, siempre podrá ser reemplazada por otra nueva. Si la democracia acaba totalmente deshilachada, mejor no pensar en cuál podría ser la alternativa inmediata.