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Construir un castillo de arena en la playa es una actividad que un adulto solo realiza por un enfermizo aburrimiento con rasgos delirantes, un desafortunado intento de cortejo con fracaso asegurado o, en la mayor parte de los casos, petición filial insistente. No obstante, una vez puesto, el arquitecto playero no acostumbra a escatimar empeño en la labor, aplicando sus mínimos conocimientos técnicos para construir túneles, contrafuertes, pasos elevados o florituras ornamentales. Y esto pese a que sabe de antemano que la fecha de caducidad de la infraestructura en cuestión apenas supera la caída del sol, puesto que uno no ha acabado de quitarse la arena de los pies en el asiento del coche y el castillo ya ha pasado a mejor vida por el efecto de las olas, las enérgicas patadas de un niño malcriado que ejerce el mal sin provecho o el descuido de una señora que transita sin mirar al suelo mientras departe con un familiar. Tarea estéril. Pasajera. Fugaz. Mañana martes, en el Parlament balear, se va a acabar de construir un castillo de arena, aquel que bajo el nombre de debate sobre el estado de la comunidad culmina con la votación de propuestas de resolución que no son más que unas cartas a los Reyes Magos para poner al partido que las rechaza en un brete, prensa mediante. Los constructores playeros son en este caso nuestros parlamentarios, movidos no por el aburrimiento o la petición filial sino por la rutina más cansina, por la rueda incesante de una oxidada actividad política reacia a renovarse pese al clamor popular. Hacen una lista de peticiones, intentan meter el dedo en ojo ajeno, luego acusan airados al otro de haber rechazado lo que ya sabían que rechazaría. Acaba el debate. La prensa lo recoge sin entusiasmo. La mayor parte de la gente lo ignora. Viene una ola y se lleva el castillo.