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El empresario y expolítico catalán José Antonio Segurado, contertulio en un programa radiofónico que trataba del redundante tema de la corrupción y de los mecanismos para evitar su ya adiestrada práctica , matizó recientemente, con armonizada voz pedagógica y en nada confusas palabras, que una solución para acabar con dicha enquistada praxis podría ser la supresión del dinero en efectivo... Con respecto a esa conjetura, bastante difundida según el señor Segurado, se amparó dicho tertuliano en que la resolución debería emanar desde la ONU... Añadió que en el deseable modus operandi, para su efectividad, las operaciones mercantiles se deberían constreñir a las transacciones electrónicas, y específicamente mediante el uso generalizado -por demás ya habitual- de las tarjetas de débito. Me imagino -no lo comentó, acaso porque tampoco hacía falta- que su consecuencia, al quedar todas las operaciones registradas en el archivo electrónico de la entidad emisora, albergaría esa procurada transparencia global.

De llevarse a cabo, ignoro si esta "proposición" conseguiría acabar con tan detestable práctica; como tampoco pudo lograrse, pese a un metódico propósito, en la muy remota antigüedad... Exceptuando el manejo del "plástico" (cada tiempo tiene su herramienta), ya se proyectó la eliminación del mentado delito en la noche de los tiempos. Uno de los gérmenes de la corrupción se pierde, según nos recuerda el historiador Plutarco (que vivió en torno a los años 46 y 120 dC.), en la memoria de la historia. Refiere el biógrafo heleno en "Vidas Paralelas" la semblanza del legislador Licurgo (se supone que existió en el siglo IX aC.), quien se planteó como objetivo primordial excluir el soborno que asolaba a su pueblo [Laconia].

En síntesis, como principal medida disuasoria, prohibió la circulación de las monedas más comunes y preciadas -de oro y de plata- en las actividades comerciales. Impuso a cambio sustituirlas por una moneda-patrón de hierro, que pesaba mucho más; de forma que cualquier avenencia mercantil de cierta importancia precisara –por el tamaño y peso de ese "nuevo" modelo dinerario– de una carreta tirada por una yunta de bueyes para su transporte. Porque, razonó el legislador griego, ¿quién intentaría sobornar, con una moneda que no podía ocultarse, y que además era objeto de burla y no excitaba la codicia? Pero las cosas no discurrieron como era de esperar. Siempre según Plutarco, halló [Licurgo], merced a su sobria normativa, enconada oposición en los más pudientes, los cuales le agredieron a pedrada limpia; incluso uno de ellos -el más ardiente- con una vara de madera le dejó tuerto…

La relación de los ciento setenta y cuatro países más corruptos del mundo, publicada por Transparencia Internacional el pasado 5 de diciembre, incluye a España en el puesto número treinta, en pie de igualdad con la República de Botsuana (país desconocido en nuestros pagos hasta que afloró en los medios por cuestiones cinegéticas). Consolémonos pues de nuestras desgracias, con la noticia de las ajenas -con peores resultados clasificatorios -, siguiendo la nada caritativa máxima: Mal de muchos, consuelo de "todos…" Como cabe presumir y en lo que parece más sensatez que discurso, por el mentado listado se nos alecciona que las economías menos corruptas son las que más se enriquecen...

Sin embargo, el catedrático en derecho don Alejandro Nieto en su obra "La organización del desgobierno" (Ariel, 1987), nos advierte: "Las cosas se complican cuando aparece la corrupción individual (…), ahora ya no se trata de pequeños funcionarios que cometen pequeñas irregularidades (…), sino de individuos que, sin necesitarlo imperiosamente, defraudan al Estado y a los ciudadanos."