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No queriendo ser pesimista, me temo que lo seré (y mucho).

De la misma manera que el ADN del jilguero le insta a la prolija producción de incomprensibles trinos o el genoma de la mantis religiosa la invita a rematar sin mucho miramiento al incauto macho que la acaba de cubrir, mediante el sabio procedimiento de la ingesta del mismo, así el código genético de la especie a la que pertenecemos nos convierte en potenciales choricetes, equipados de serie con un morro elástico que puede convertirse en imponente morrazo en el caso de los individuos mejor dotados.

Si bien es cierto que algunos ejemplares extraordinarios consiguen doblegar esa querencia genética y pasan por la vida dejando una huella de nobleza que les honra, no está menos documentado el hecho de que nuestra nación, sin ser la única, ha contado a lo largo de su historia con la prevalencia de la picaresca como norma generalizada de convivencia.

Tiene pues mucha razón Aurora Herráiz cuando señala a la regeneración social como acompañante idóneo de la regeneración política. ¿Quién de nosotros no se ha llevado a casa los bolígrafos de la oficina? ¿Quién no ha pagado al fontanero alguna que otra facturilla sin el preceptivo IVA?

Estas, y otras más graves infracciones al código ético, se dan en nuestro país desde tiempo inmemorial con tanta soltura por parte del infractor como indiferencia muestra el respetable mientras observa la faena. No ocurre sin embargo lo mismo en todas las culturas: Los pueblos primitivos sin ir más lejos carecen de la sofisticación necesaria para urdir los mamoneos que adornan nuestra vida cotidiana; otro ejemplo lo constituyen las sociedades abonadas a la moral calvinista, pues desprecian en sí mismos y denuncian en los demás cualquier atisbo de comportamiento rufián; otra fórmula la ilustran las comunidades Amish : no disponen de oficinas donde afanar bolígrafos….Pero ni somos primitivos (depender de la cerbatana puede ser más puñetero incluso que depender de la master card), ni somos calvinistas (solamente cuando el cielo permanece gris durante meses se puede mantener con algo de aplomo el rigor protestante), ni -afortunadamente- somos Amish (menudo muermo); somos una mezcla de lo mejor de cada casa tanto para lo bueno (el jerez, la caldereta de langosta, la siesta, el palique) como para lo malo (monarca funambulista, presidentes de gobierno del todo a cien, ministros de pacotilla, banqueros forajidos, tesoreros con parche, patronos chirleros, entes subvencionados sine die, fruteros que te cuelan la ciruela pocha, camareros que se quedan con el cambio o niños que copian el examen).

Es lo que hay.

Lo que no hay es, por ejemplo, justicia. Tampoco sobra sentido común ni altura de miras, pero en fin, no pidamos peras al olmo. Pidamos, eso sí, cierta mesura. Vale que casi todos somos un poco tramposillos si la ocasión lo merece, pero reconozcamos al menos algunas circunstancias que marcan cierta desproporción entre nuestros pecados y los pecados de nuestra clase dirigente: 1.- Normalmente nuestros deslices no llegan a tener el tamaño de un aeropuerto peatonal 2.- Nuestros descalabros a la caja común no suelen tener el impacto de, verbigracia, la sin par cagada de Cesgarden. 3.-Si nos pillan, pagamos. 4.-Nuestro ritmo de hacer trampillas suele ser más sosegado que el frenético meter mano al bolsillo público de nuestros amados vip. 5.- Nuestra aventura termina cuando se descubre nuestra trampa; carecemos de la parsimonia necesaria para enrocarnos en la mentira, carecemos del temple como para acusar al inspector que nos dio caza de formar parte de un complot para destruir nuestro honor. En una palabra, no tenemos la inmensa cara dura que se despliega sin desmayo en los sillones azules y rojos del hemiciclo del que tanto dependen nuestras vidas y haciendas.

Es por esto que (en este aspecto temo discrepar de Aurora Herráiz) no tendría yo la moral necesaria para recriminar a mis hijas (en el caso de que lo manifestaran) el arraigo de un sentimiento de desprecio por nuestros gobernantes, porque no se me escapa que ellos hace tiempo que nos perdieron el respeto, y lo demuestran cada día con sus embustes, su ciego velar por sus propios intereses y el insulto continuado a nuestra inteligencia en forma de explicaciones y excusas tan patéticas como surrealistas.