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La indignación que nos ataca desde hace unos años, no deja indiferente a nadie. Indignados todos, y todos somos "todos".

Nunca hubiese entendido cómo un político podría ser uno de los indignados, al ver los razonamientos de aquellos que así se autodenominan desde la masa crítica de la sociedad.

Por azares de la vida, hoy por hoy, he de responder a la pregunta: ¿profesión?, con una tímida palabra: "política". Y estoy indignada conmigo misma por sentirme así. Me trae a la mente a aquellos antiguos cristianos que escondían su condición para no ser ajusticiados. O a los defensores de las libertades en épocas de represión que negaban mil veces sus siglas políticas.

El político ha pasado de ser una persona respetable y respetada, a ser un posible maleante.

Meter a todos en el mismo saco, tanto para lo bueno como para lo malo, me parece injusto. Llevarse las glorias aquellos que ni palo al agua dieron, así como dar un palo a aquellos que nada que ver tuvieron, me parece un despropósito que responde a una situación que vivimos entre los propios miembros de una familia, pasando por los equipos de trabajo y llegando a las esferas políticas.

¿Acaso no es un político un miembro más de la sociedad? ¿No será que la sociedad está podrida? Bien nos valió mirar hacia otro lado, conscientes de situaciones poco éticas, para que nos dejasen vivir en paz a todos.

Ahora se han acabado las prebendas, las situaciones holgadas y hemos recuperado la sensación de justicia, de lo que está bien y de lo que no lo está. Si un estado de bienestar entendido por "vivir bien sin preocuparme de nada porque lo tengo todo garantizado" ha hecho que nos volviésemos egocéntricos, atomizando nuestra sociedad en tantas partes como individuos somos, bienvenida sea esta crisis para recuperar la coherencia, el sentido y la responsabilidad compartida.

Tirando de las reflexiones del profesor Manuel Aguilar, de la Universidad de Barcelona, y del catedrático Antoni Riera, de la UIB, la alegría económica pasada no puso los cimientos de lo esencial en lo que a Servicios Sociales se refiere, a lo que yo añadiría, ni en nada.

Las épocas de bonanza hicieron que viviésemos sin pensar, fuimos la cigarra que se tiró al sol mientras se reía de la hormiga que preparaba su futuro invierno trabajando, recogiendo y almacenando.

Y no es la crisis económica el problema, una vez más me gustaría insistir que es la "crisis de valores" la que nos amenaza vitalmente. Crisis que llega hasta a hacernos olvidar el valor de las cosas.

Ya se mide en términos económicos el valor de un amanecer o la tranquilidad de un paseo a la orilla del mar, la seguridad en las calles, la calidad del aire que respiramos… porque repercute en aquello que buscamos y anhelamos.

¡Hemos perdido tanto de nuestra esencia! Hemos llegado a penalizar actos cívicos de sentido común, penalizamos, en definitiva, la falta de la educación más básica y el respeto por el prójimo.

Nos desapegamos unos de los otros, nos encapsulamos en nosotros mismos y perdemos la mayor de nuestras riquezas y nuestras posibilidades de éxito como personas, como sociedad y como raza.

Nunca me olvido de aquel anuncio en una gasolinera que enaltecía el ego más feroz con su slogan "Piensa en ti". No puedo dejar de gruñir en mis adentros cuando veo algunos compañeros de viaje que ante cualquier necesidad del otro responden con un asertivo "no va conmigo". O aquellos que delimitan escrupulosamente sus funciones laborales porque "a mí no me pagan para esto". No son tiempos para mirar hacia otro lado, es tiempo de compromiso y de reflexión para averiguar qué podemos aportar cada uno de nosotros, a nivel individual, en la construcción de una realidad mejor para todos.

Pero todavía hay personas que critican a la clase política por no saber poner a flote el barco varado mientras desde un pedestal de barro forjado por una sociedad fatua, admiradora de Gran Hermano y demás horrores, tratan de hundirlo. Este es el caso de la tal Antonia San Juan que tras criticar la honestidad de todos, incita a los artistas para contribuir a que el país se hunda y se empobrezca. Semejante desfachatez me indigna y me subleva con vehemencia.

¡Así nos va! Con la incoherencia como bandera, pidiendo a los demás que hagan lo que yo como individuo no estoy dispuesto a hacer. Reivindicando esfuerzos que yo no haré. Sumándome a protestas colectivas que yo, ni en mi casa ni en mi entorno, pondré en práctica.

Por todo ello me considero una trabajadora de la sociedad, por y para ella, que se indigna al ver que "sus jefes" (la sociedad) son incoherentes. Mientras me motivan al verles reivindicar que mi trabajo tenga como norte los principios y valores, observo desalmada como, en general, ellos los subjetivan o abandonan.