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Después de un tormentoso recorrido, la ley Wert enfila su última etapa que la llevará al Consejo de Ministros y después a las Cortes para su aprobación. En la primera fase el ruido de dos temas muy polémicos, la inmersión lingüística en Cataluña y la asignatura alternativa a la Religión, han relegado a un segundo plano el debate sobre la justicia y la equidad. Y es un olvido preocupante porque la Ley va a decidir el futuro de muchas personas.

Limitémonos a un caso: apenas se ha discutido sobre la introducción de "vías formativas" y la creación de una Formación Profesional Básica en la Educación Secundaria Obligatoria.

Según la Ley, en 4º curso de la ESO habrá dos "vías formativas" y los alumnos deberán cursar o bien las "enseñanzas académicas" que llevan al Bachillerato o unas "enseñanzas aplicadas" que conducen a la Formación Profesional. Es decir, a los 15 años se separa a los alumnos entre los que seguirán estudios que llevan a las profesiones más deseadas y los que quedan relegados a los oficios menos apetecibles. Esta segregación se refuerza porque al final de la ESO hay una reválida que es distinta para cada vía y cierra así los caminos hacia el futuro. Y algo quizá peor: la exclusión puede acelerarse porque los alumnos que hayan realizado tres cursos de la ESO, e incluso solo dos, y no estén en condiciones de pasar a 4º podrán ser desviados, desde los 14 años, a la nueva Formación Profesional Básica.

Son dos medidas de una profunda significación y hay razones para sostener que suponen un retroceso de cuatro décadas, a la Ley de 1970, cuando la Educación General Básica duraba ocho años y a los 14 los alumnos se dividían entre los que iban a Bachillerato y los que eran relegados a la FP.

¿Por qué se adoptan estas políticas en apariencia tan regresivas cuando la propia Ley reconoce que todos los alumnos deberían estudiar hasta el nivel CIDE-3, es decir, hasta terminar el Bachillerato o la FP de Grado Medio?

La explicación que se nos da es que tener juntos a todos los alumnos obliga a adaptar la enseñanza a los "malos", con lo que baja el nivel de exigencia de los profesores, disminuye el esfuerzo de los estudiantes y se impide el progreso de los mejores. En definitiva, la enseñanza común produce los deficientes resultados que obtenemos en las evaluaciones internacionales, el fracaso escolar y la falta de excelencia. La conclusión es que hay que prescindir de los que estorban.

¿Quiénes? No hay que hacer muchas conjeturas para adivinarlo. La sociología de la educación ha mostrado desde hace muchos años, en innumerables investigaciones, la relación entre el origen social y el éxito escolar. Gracias a ellas podemos predecir ya desde ahora quiénes irán a cada "vía formativa" y sabemos que a los más desfavorecidos desde el punto de vista económico y, sobre todo, cultural, les esperan las enseñanzas aplicadas y la FP. Su suerte ya decidida se ratificará a los 14 o 15 años.

Supongo que no hace falta decir que la FP es tan valiosa, digna y necesaria como el Bachillerato o la Universidad. Precisamente si algo necesita nuestro país es una Formación Profesional amplia y de calidad, en vez de repartir a manos llenas títulos universitarios devaluados. La cuestión es que la FP no sea sólo y siempre el destino inevitable de las clases populares.

Pero la Ley Wert no es injusta sólo por el retroceso en la igualdad de oportunidades sino porque priva a los alumnos más desfavorecidos de una educación adecuada.

Las urgencias del presente, la necesidad de preparar a los alumnos para que puedan optar a un puesto de trabajo en economías cada vez más complejas, no deberían cegarnos a reducir la educación a lo que el gran poeta Friedrich Schiller llamaba "Brotstudium", educar para ganar el pan. Una educación adecuada no es sólo la que capacita para competir en el mercado laboral; es la que pone las bases para poder participar activamente como ciudadanos iguales en la democracia y para tener acceso a la herencia cultural común. La participación ciudadana requiere personas informadas, capaces de analizar las decisiones de sus gobiernos y de aprobarlas o rechazarlas con razones; acceder a la cultura común exige adquirir las claves para reconocer, interpretar y apreciar las mejores creaciones literarias y artísticas: Las Meninas y Guerra y Paz, Don Giovanni y Don Quijote, ¿por qué no?

Una educación adecuada es una formación general en la que se estudian determinadas materias, durante el tiempo suficiente y con la profundidad necesaria, lo que permite proporcionar una sólida base de conocimientos y desarrollar las capacidades de análisis, razonamiento y argumentación imprescindibles para ser un ciudadano activo y una persona culta. Es imposible conseguirlo si te confinan desde muy pronto en una enseñanza especializada, te privan de materias esenciales, te reducen el tiempo de formación y te limitan el aprendizaje a la adquisición de las habilidades aisladas y mecánicas que requiere un trabajo de baja cualificación. Es imposible con la Ley Wert.
Se podrá replicar que la mayoría de los alumnos tampoco recibe hoy esa enseñanza adecuada y es cierto. Pero al menos tienen alguna posibilidad de conseguirla. No con la Ley Wert.

Se podrá objetar que muchos alumnos rechazan esta presunta educación adecuada: no quieren seguir estudiando. ¿Qué se puede hacer con chicos que a los 14 años ya no esperan nada del sistema educativo? ¿Mantenerlos en las mismas aulas que los demás y resignarse a que creen dificultades?

Más aún, un número importante de profesores defienden las "vías formativas", como sucede también, dicho sea de paso, en países como Francia o Alemania. ¿No indica este hecho que estamos ante un problema real que no debemos eludir?

Es cierto, hay un problema. Hay que reconocer que veinte años después de la LOGSE no hemos sabido resolver los retos que plantea extender la educación común hasta los 16 años. Pero esta incapacidad no debería perjudicar a los alumnos. Nadie discute la necesidad de una cierta diversificación al final de la ESO que les ayude a orientar su futuro. Pero desviarlos desde tan pronto a las "enseñanzas aplicadas" y privarlos de una educación adecuada es la peor solución y la más injusta. Es mala para todos nosotros por el talento que se desperdicia con la selección temprana. Y culpa sólo a los alumnos, encubriendo así quizá enfoques desacertados, obsesiones anacrónicas, negligencias y despropósitos de quienes dirigen y gestionan la educación.