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Estaba prácticamente rodeado. Lo sabía… En ese mismo momento, un chico pelirrojo salía del consistorio de un pequeño pueblo del norte. En la distancia, un juez, en los lindes de su jubilación, se adormecía frente a su televisor… En una ermita diminuta, Iñaki, un sacerdote, rezaba con devoción, ajeno al mundo que le envolvía…
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Estaba prácticamente rodeado. Lo sabía… A lo lejos divisó unas luces que pugnaban por sobrevivir. Se dirigió, aterrorizado, hacia ellas. Penetró con violencia. Con una pistola en la mano amenazó al cura, que interrumpió su rezo… Iñaki lo reconoció con facilidad. Lo buscaban. El arma no sería necesaria –le explicó-. El chaval le habló, desde la rabia, de patrias y esencias… Iñaki, de caridad… La noche les cayó encima y los meció. Conversaron… La pistola se fue deslizando por las manos del fugitivo hasta hallar reposo en el suelo. Manos aún blancas… El diálogo los mantuvo despiertos durante las horas que aguardaron, disciplinadas, ansiosas, el alba. Un San Pablo redivivo hablaba de misericordia…
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Con la amanecida, y tras burlar el cerco, el chaval intentó desprenderse de la noche y del eco de aquella charla… Iñaki, por su parte, procuraba discernir si había hecho lo correcto al no denunciarlo. Después de tantos años tras los confesionarios, había aprendido a prescindir de las palabras para ahondar en las almas a través de las miradas. Y la mirada de aquel asesino en ciernes se había ido trasformando… Sin embargo, si su percepción era falsa, el error podía ser letal… Reanudó su rezo. Su plegaria se centró en que aquella súbita convicción en la redención del asesino se tradujera en hechos. En el exterior, el rocío mudado en manto no era sino un canto a la vida. Iñaki releyó el texto de Serafín Béjar que había compartido con el activista: "El Dios de Jesús no ofrece su justicia castigando, sino justificando al hombre, es decir, haciéndolo justo. La justicia de Dios es recreación del hombre pecador, hacer del verdugo una nueva criatura"(1). Y el de Dostoievski, en el que Iván Karamazov exclamaba: "cuando la madre se abrace al verdugo que ha hecho despedazar a su hijo por los perros y los tres juntos proclamen, bañados los ojos en lágrimas: "Tienes razón, Señor"... Aunque era consciente de que aquellas palabras eran difícilmente asumibles por la mentalidad y el corazón humanos, persistió en su creencia de que habían calado hondo en su huésped. Ese fue, sin duda, el mayor acto de fe que, en toda su vida, hiciera aquel párroco perdido en la soledad de su ermita en noche cerrada…
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De rodillas, el chico pelirrojo suplicaba por su vida. El encapuchado permanecía en silencio. Era –sería- su primera vez. Se lo exigía –le habían dicho- su patria… Pero todo se reducía ahora, sin embargo, a una nuca, a la vida de un joven concejal, a la existencia de un inocente. ¿Podía construirse una nación a partir de un acto tan vomitivo? La lluvia persistía. Era una lluvia fina, pero constante, como aquellas frases de San Pablo que revoloteaban, molestas, por su mente, así como la imagen de Iñaki, aquel Iñaki que las había personificado… "Si no tuviera caridad…" –recordó-. El dedo, en el gatillo, temblaba… El chico pelirrojo seguía suplicando… El dedo, en el gatillo, sí… Dostoievski, en la memoria… La pistola, por segunda vez, se fue deslizando por sus manos… Le dijo, de pronto, que echara a correr. El chico pelirrojo lo interpretó como una pena de muerte que no fue tal… Asustado, llegó a una carretera y solicitó auxilio… Tras unas horas de reflexión decidió no compartir con nadie lo recién vivido…
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Al cabo de un largo proceso de investigación pudo demostrarse que, en aquella ermita, había pernoctado un activista… Como pudo demostrarse la omisión de la pertinente denuncia protagonizada por el padre Iñaki. Un juez, en los lindes de la jubilación, fue tajante en su dictamen. Le repugnaba la colaboración con banda armada y más si ésta emanaba de un hombre de Dios… Fue, con Iñaki, ejemplarizante…
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Envejecido, y tras dictar sentencia, el juez, en los lindes de su jubilación, se dirigió a su casa tras dar un largo paseo por el barrio antiguo de la capital. Ya en su domicilio, se apoltronó en su butaca. En una estantería cercana reposaba plácidamente un ejemplar de "Los hermanos Karamazov", novela que, sin embargo, jamás había leído. Asedado por los silencios que iban esculpiendo la noche, se sintió reconfortado por la idea de que, mañana, vería a sus hijos. Los vacíos con los que la viudedad había decorado su piso le horrorizaban. Miró aquella fotografía reciente. Mañana, sí, estarían con él. En la imagen, un joven pelirrojo, metido a concejal, sonreía al lado de sus hermanos…
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(1) J.S.Béjar: Cinco razones para creer. Maliaño 2013. Pág.46.