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El descarrilamiento del tren Alvia de Renfe en la curva de A Grandeira, cerca ya de la estación de Santiago de Compostela a la que nunca llegó, permanecerá grabado en nuestra memoria. Las imágenes captadas por la cámara de vigilancia instalada en la línea son de tal brutalidad que es imposible desprenderse de ellas y de la desgracia que quedó sembrada solo unos instantes después y que ahora mismo asola a tantas y tantas familias.
La reacción solidaria de la sociedad, como casi siempre se demuestra en estas situaciones, reconforta y enseña un país unido en el duelo. Pero las condolencias no bastan. Son necesarias respuestas que arrojen luz sobre la seguridad en uno de los medios de transporte que hasta ahora inspiraba menos temores.

De momento se saben las primeras palabras de un maquinista en shock que reconocía un exceso de velocidad y que, más tarde, se ha negado a declarar y a quien se señala como principal responsable. Las cuestiones técnicas aparecen confusas, en algunos casos existe el frenado automático y en otros, y pese a que se circula a una gran velocidad, no.

Renfe y la empresa pública de Infraestructuras Ferroviarias Adif culpan directamente al error humano. Pero la sensación, como suele ocurrir en estos casos, es que un mayor control para garantizar la seguridad debería ser posible. Nada puede reparar lo ocurrido, pero la investigación tiene que ser exhaustiva, no ceñirse exclusivamente al fallo de una persona, el maquinista, para restablecer la confianza.