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Te preguntas - desde el hartazgo que te produce tu entorno- por qué, aquí, ahora y siempre, no se castiga en las urnas la corrupción; por qué en otros países, diputados y primeros ministros dimiten por lo que vosotros consideráis meras chiquilladas o por qué os acostumbráis tan fácilmente a vivir y malvivir en estos tiempos de ira yerma en los que la fuerza únicamente la ejerce la boca. Y sales a la calle en busca de respuestas, como Dumas lo hacía en busca de tramas novelescas con las que abrigar su estómago. Y España, o lo que sea ya esto, sigue con sus luces de bohemia, con sus días de difuntos de 1836, con su noventayochismo a cuestas, con su cainismo goyesco o con la violencia atávica del vallisoletano Delibes. En tu paseo compruebas como son muchos los que se preguntan, desde la ansiedad, por su futuro y el de sus hijos y el de sus nietos... Pero se quedan, frecuentemente, en eso: en la mera abulia que conduce, irremediablemente, al suicidio colectivo. Algunos estribillos te acompañan: se avergüenzan de su gobierno (autonómico, estatal...); se lamentan de una alternativa ya sajada por la experiencia pasada, viva todavía en el recuerdo; se asustan ante la posible radicalidad de futuros pactos y acaban, como niños pillados en un renuncio, sollozando, con un sollozo que se eterniza...

Regresas a casa y con dureza describes en tu interior la morada en la que vives y en la que vivís, esa a la que llamáis nación, la que urge de una inminente regeneración que abarque todas las plantas, cada una de las habitaciones... Esa morada no es, ya, la que soñaste en duros tiempos no lo suficientemente remotos de dictadura; no es la que, durante la transición, se mostró como acogedora: un lugar en el que se pudo vivir y convivir confortablemente y en la que ninguna tubería se atascaba, ni ninguna puerta se cerraba. Ha envejecido. Y la heroicidad de lo difícil, se ha convertido en lo vomitivo de lo cotidiano. La Monarquía ha perdido ejemplaridad. En la vivienda ya no moran estadistas. El hedor de la corrupción abarca todo el arco iris. El poder judicial adopta apellidos y filiaciones. Los sindicatos ya no huelen a fiambrera. El Senado se asemeja a los despoblados museos. Y la riqueza permanece enterrada en algún recóndito escondrijo del jardín...

¿Te resignarás a vivir discretamente en el rellano de la escalera? ¿Os conformaréis con sobrevivir esperando a que no sé qué milagro impida finalmente el derrumbe del edificio? Y, de pronto, te preguntas sino serán los pilares los que fallan, los cimientos, las actitudes personales e individuales, esas que darían posiblemente respuesta a las interrogantes que te formulabas al inicio de la jornada. Puede que todo empezara cuando os pareciera gracioso que vuestro hijo sisara en la vuelta de la compra; que vuestro compañero de pupitre copiara; que ese vecino pagara en negro; que, mientras se censuraba a las prostitutas, se comentaran alegremente en tertulias de cafetería las reiteradas infidelidades de una amiga o de un amigo; que vierais como ejemplarizante la pequeña picaresca; que aceptarais sin pestañear la disciplina de partido; que ocultarais bajo una delatora paráfrasis la muerte de un feto o que os diera igual la chapuza de vuestro trabajo...

Quizás por eso -o por lo contrario- en algunos países algún primer ministro dimita por haber copiado en su juventud, porque ya de niño se le enseñó/ se les enseñó que eso no era lo correcto y que, no por nimio, dejaba de ser relevante. Tal vez por eso, también, en este país, en esta casa desvencijada, en lo que sea ya esto -repites- no se castigue la corrupción en las urnas... Tal vez, sí, lo que, después de todo, esté mal no sea solo la existencia de tantos miserables, sino la atávica permanencia de quienes abonaron el solar en el que han nacido, crecido y medrado... Los que aplaudieron la pequeña pillería repetida que se acabó mostrando como natural. Ningún habitante de la casa moverá un dedo para reformarla. Pero tal vez a vosotros os competa, de una vez por todas, en vuestro día a día, cambiar, de una puñetera vez, los cimientos. O eso o permanecer, eternamente, bajo el rellano de la escalera...