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Nos jactamos a menudo de ser los ciudadanos de Europa que más tarde nos sentamos a la mesa, de ser los que tenemos el secreto del buen vivir, alargando ese momento y partiendo nuestro día de trabajo para reincorporarnos -en el caso de gozar de ese privilegio-, después de disfrutar de nuestro principal producto de exportación, esa siesta mediterránea que se nos antoja un placer al que no podemos renunciar, parte indisoluble de nuestra idiosincrasia.

Ni que decir tiene que esa costumbre la extendemos a la hora de la cena, después de jornadas en muchos casos imposibles, que no mejoran la productividad sino que generalmente tienen el efecto contrario, y que convierten en una utopía la conciliación de la vida laboral y familiar. En cuestión de ocio el desfase horario alcanza una dimensión que asombra a muchos de los turistas que nos visitan, que aunque estén de vacaciones no dejan de preguntarse cuándo y cuánto dormimos por estos lares. Pues en realidad, y a pesar de la fama que nos precede, yo creo que más bien poco.

Hace años que la Asociación para la Racionalización de los Horarios Españoles reclama un cambio y sostiene que romper esa cadena nos beneficiaría, que esas rutinas en lugar de mejorar nuestra calidad de vida la empeoran, y que no tiene sentido mantener una singularidad dentro de la Unión Europea que nos perjudica tanto en términos de productividad como en nuestras relaciones personales.

Ahora esa reivindicación toma forma con la idea del Congreso de estudiar el cambio de huso horario y recuperar la antigua vinculación con el británico, el que marca el meridiano de Greenwich, retrasando los relojes una hora y organizando nuestras jornadas a la europea. Una convergencia pendiente y muy necesaria.