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A Llorenç Hernández, bondadoso maestro de la vida y que supo tanto de lo que aquí se habla...

Te acercaste al litoral. Te gusta hacerlo cuando el mar otoñal descuartiza la placidez estival en la que os habíais asentado. Os recuerda vuestra fragilidad. Es lo más cerca de lo que podrás estar nunca del Capitán Ahab, o de Kongre, o de Jonathan Clark y su goleta «La peregrina de Salem» o, si te apuran, de tu infancia, en la que los piratas te rescataron de un mundo más sórdido, menos poético. Esos piratas, con pata de palo, faros mudados en letales telarañas y el mundo en sus manos, se extinguieron. Ahora son ya otros. También su sabor. No llevan parches y visten de Giorgio Armani.

Te acercaste al litoral. Te gusta hacerlo cuando llueve y el viento y la sal difuminan el paisaje, vistiéndolo de relato... Cuando las viviendas presuntuosas y las grandes superficies hoteleras, cerradas, se muestran prosaicas, sórdidas... Cuando, por el contrario, las viejas casas de cal, humildes para humildes, adquieren su sentido, su coherencia y te regalan su lección de vida. Besan el mar. Lo besan eróticamente, siempre: cuando el mar es caricia simple... Cuando es abrazo apasionado. Las olas no son entonces hirientes con las viviendas en los lindes, sino protectoras. Las cubren, jamás las azotan...

Te acercaste al litoral. Te gusta hacerlo cuando los supermercados de las urbanizaciones han cerrado. Cuando lo han hecho los chiringuitos, las tiendas de telefonía... No lo quieres así, otro... Y te agrada cuando constatas el milagro inaprehensible de que un bar rústico sigue todavía ahí. Porque en él encajan Ahab o Kongre o Jonathan Clark y las gentes que un día fueron expulsadas de su paraíso por el capital. Las que habían hecho de la cal, bandera; del llaüt, sentido; de la simplicidad, filosofía; de la pobreza, solidaridad; de la charla, identidad; de las cosas, solo uso... Del verano, tiempo... En sus casetes abundaron los geranios, pero jamás hubo en los vastos jardines innecesarios, enanitos...

Te acercaste al litoral. Te gusta cuando el invierno, con fuerza de converso, lo agita y te lo devuelve desprovisto de lo que le añadieron. Cuando los que resistieron al invasor se tornan nuevamente en amos. Cuando no se habla en inglés. Cuando las caras son rostros y rostros reconocibles. Cuando el amor que sienten por el lugar que moralmente es inequívocamente suyo los empuja a salir para emborracharse de esos aromas y de esas sensaciones que descubrieron entre guitarras en noches de juegos infantiles de calles intransitadas...

Te acercaste al litoral. Te enamora en la desolación de diciembre en ciernes. Cuando las piezas encajan; cuando se descubre que, tal vez, progreso no era futuro, sino presente; esencia y no querencia; humildad y no ostentación... Cuando la soledad reveladora te indica que perdisteis una humanidad y una manera de ser cuando alzasteis la primera pared para alejaros del vecino. Cuando creísteis que mil metros cuadrados eran mejor que una simple litera... Y cuando, finalmente, los enanitos entraron en vuestros jardines...

Hubo un tiempo en el que vino, efectivamente, gente del norte, o del sur... No vinieron en goletas. Ni con ruidosas patas de palo a modo de advertencias... Pero sí con cantos de sirenas. Y vosotros, confiados, no erais Ulises. No llevaban garfios, únicamente talonarios. No portaban mapas, solo contratos hipotecarios. No trajeron cofres, pero sí la fe en el dinero fácil. Y os dijeron que Ítaca no era sino ser más que ese amigo con el que, cada noche, charlabais en el portal y del que teníais que renegar.

Te acercaste al litoral. Cuando el mar otoñal descuartizaba, sí, la placidez estival. Es lo más cerca de lo que podrás estar nunca del Capitán Ahab, o de Kongre, o de Jonathan Clark y su goleta «La peregrina de Salem» o, si te apuran, ya, de ese modo de vida que los piratas de Armani, un día, os saquearon porque no supisteis, o no quisisteis, ser Ulises...