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El primer domingo de diciembre se desplomó parte del techo del colegio Salesiano de Ciutadella. Por fortuna no hubo que lamentar víctimas mortales y nada dijeron de las inmortales.

Recuerdo los días en que se proyectó esa parte del edificio, hace más de 50 años. Éramos todos niños de las elementales en clases viejas, de paredes encaladas y pupitres de madera, con un cajón donde poner la enciclopedia y un agujero en la mesa para el tintero. Sí, entonces todo el saber cabía en una enciclopedia de primero, segundo o tercer grado, conforme uno iba avanzando curso tras curso. También teníamos un catecismo de tapas azules que una vez consulté por el redondel vacío del tintero, mientras el maestro nos preguntaba en círculo en torno a la clase, y salté al primer lugar, sin haber estudiado nada. Pero había que aprenderlo de memoria, como un papagayo, de modo que pasé a ser el primer papagayo, para envidia de los demás. Entonces habían diseñado las clases nuevas y en cada aula había un dibujo del edificio en el tablón de anuncios. Recuerdo que lo que más me llamaba la atención eran los rectángulos de piedra adheridos a las paredes como adorno entre ventana y ventana, entre el primer y segundo piso.

Eso y los árboles de la acera, que el arquitecto había dibujado con mucha soltura. Lo bueno es que el dibujo se iba completando a base de cromos que se pegaban a la cuadrícula vacía y competíamos entre clases a ver quién compraba más cromos. Recuerdo que una vez mi tío Mario me dio 25 pesetas y nuestra clase pasó a ser la campeona. Los chicos me vitoreaban al subir a la tarima del maestro para hacer un donativo. Formábamos cola para subir, pero otro día no tenía más que una peseta de papel y procuré arrugarla en la mano para que no me la vieran. «¿Pero qué me das?», dijo el maestro. Lleno de timidez había confundido la peseta con una estampa de Santo Domingo Savio que también llevaba en el bolsillo.

Recuerdo que cuando empezaron las obras tuvieron que profundizar muchísimos metros, porque el colegio está asentado sobre lo que en tiempos era el foso de la ciudad. Era tan hondo que parecía que iban a llegar al infierno. Eso y el recuerdo de la nevada de 1956 me llevó a escribir, años más tarde, una narración inquietante titulada «En Valentí» incluida en «Contes menorquins». La disciplina implacable de la postguerra también tuvo algo que ver.

Hay que ver cuántas cosas pueden llegar a desmoronarse con el techo un antiguo colegio: nada menos que toda una vida.