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Las compras navideñas han llegado, como una inercia que acontece cada año, en medio de todo este desastre. Llegan, pase lo que pase, los encuentros familiares, los desplazamientos fuera y dentro de la isla para compartir una mesa, hacer balance y dejar caer nuevos sueños entre brindis, risas y otras nostalgias. Pasan estas citas -entrañables unas veces y otras, más estresantes que cualquier jornada laboral- por encima de leyes de inseguridad ciudadanas que nos quieren imponer el Gobierno de turno para impedir que la sociedad pueda ejercer sus derechos fundamentales de expresión, de reunión y manifestación con el miedo a las multas como arma y lucrar, de paso, a empresas relacionadas con la seguridad privada. Pasan las fiestas también por encima de restricciones a otras leyes que tiran por tierra el derecho de las mujer a decidir sobre la interrupción del embarazo en un entorno seguro, y vuelve a ser el destino cuestión de dinero y clase social. Volvemos al pasado (¿a Londres?), la ideología mueve la batuta y rompen el consenso social para remover a un electorado que daban por perdido por su gestión nefasta de promesas incumplidas. En Europa van por otro lado y nadie nos auxilia (solo llegan para exigir ajustes económicos) pero las navidades y las compras siguen llegando. Pasan por encima de subidas de la luz salvajes, que condenan a millones de familias en medio de la necesidad de manos de esas compañías en las que acaban los políticos como asesores y consejeros ganando salarios anuales, como en el caso de Aznar y Endesa, de unos 200.000 euros anuales: precisamente en una de tantas empresas que se privatizaron bajo su mandato. Y no es el único que ha obtenido su recompensa personal en el sector energético: busquen en Change.org la campaña para que las compañías eléctricas no puedan fichar a excargos políticos y firmen. No servirá de mucho pero hay que intentarlo: estamos muy hartos.

En fin, que no era mi intención amargar a nadie la Nochebuena, ni tampoco verter sentimientos de culpabilidad por los regalos de estos días: al contrario, es un as en la manga, un buen momento para hacer comunidad (y política), siempre que las compras se hagan con conciencia y lo más localmente posible. ¿Y por qué ese empeño en comprar en casa? Porque siempre se habla de que cada uno puede aportar su granito de arena a mejorar el entorno más cercano para tratar de salir de esta crisis social, económica y medioambiental en la que nos han ido metiendo la casta de políticos corruptos, banqueros, especuladores y grandes empresarios que han salido beneficiados, pero nunca sabemos por dónde empezar. Pues bien, la mejor forma es saber dónde gastamos cada euro: las compras son las urnas electorales del siglo XXI.

Con nuestro dinero hablamos de lo que queremos, de lo que creemos, de lo que apoyamos. Comprar alimentos locales es beneficioso para el entorno y es que hemos pasado de ser ciudadanos a consumidores y así nos tenemos que ver. Las pequeñas empresas y los productos locales generan cerca del 80 por ciento del empleo y aunque a veces podamos decir «es que la lechuga es más barata en una gran superficie, aunque venga de Chile» es una mera ilusión: saldrá más cara a la larga porque estás hundiendo al productor local, a la tienda de proximidad que la vende y ya son dos empleos menos (como mínimo) los que se destruyen, dos compradores menos para lo que sea que tú haces o vendes.

Eso, sin hablar de lo que estás votando con esa compra: estas apoyando a multinacionales que apuestan por la deslocalización, es decir, la producción en países con mano de obra barata que incumplen, la mayoría de las veces, derechos básicos y leyes medioambientales. Y sin contar tampoco la contaminación que supone el transporte de ese producto y muchas veces la calidad del mismo, cargado de químicos para que pueda aguantar el viaje (éste, el de la alimentación industrial, dará para otros cientos de artículos). También hemos de tener en cuenta el tema de los impuestos, las empresas pequeñas pagan sus tributos como hormiguitas para seguir manteniendo el funcionamiento del estado y los servicios sociales (están acorraladas y asfixiadas a base de pagos y requisitos a veces absurdos) mientras que más del 70 por ciento del fraude y la evasión fiscal lo cometen en España las grandes firmas. La fiebre del low cost ha de dar paso a la del know cost, una corriente que apuesta por el consumo consciente, y es que nuestro dinero, por poco que sea, es en esta sociedad de consumo nuestra seña de identidad.