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Últimamente, la vida me ha cambiado más de lo que jamás hubiera deseado. He tenido que aprender y crecer a marchas forzadas hasta dar uno de los dos pasos importantes que suelen acompañar a la madurez. Perdí a mi padre el pasado día 7 de enero demasiado rápido y demasiado pronto. Después de una breve y estéril lucha en el hospital, lo único que me queda son un montón de muestras de cariño y un pliego de recuerdos que guardaré celosamente durante el resto de tiempo que me quede encima de este escenario. Pero a lo que iba, que me había propuesto no abusar, amigo lector, de tú lagrimilla fácil ni despertar en ti más compasión de la que ya, a estas alturas, me habrás dado.

En una de las noches en vela que pasé en el hospital -excelentemente atendido por todo el personal de planta del 'Mateu Orfila', «unos auténticos ángeles», como dice mi tío-, me dio tiempo a jugar con la imaginación. Vernos, a mi padre y a mi, en otro lugar, en otras condiciones. Me imaginé a los dos compartiendo una cerveza con la vida y con la muerte, charlando clandestinamente e intentando comprender todo lo que estaba sucediendo. «No es justo que te lleves así como así a personas que son tan buenas mientras otros miserables pululan a sus anchas por el planeta», le espeté a la muerte. Ella, tras saborear un buen trago y deleitarse meditativamente con la espuma que suele quedar en la comisura de los labios, me contestó: «Si te paras a pensar, la muerte en sí es un problema mayor para los que se quedan que para los que se van. La ausencia, la añoranza, el amor... Todo lo que queda es lo que hace especialmente duro el trago, no si una persona es buena o mala».

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Me quedé insatisfecho, como te habrás quedado tú amigo lector, con una respuesta tan banal. Entonces, fue la vida la que, apurando el sorbo, terció «imagínate un mundo en el que la existencia no tuviera fin. Donde no hubiera plazos temporales ni etapas que ir quemando, una vida exenta de prisas y en la que el porvenir siempre estuviera por llegar. Conociendo al ser humano como lo conoces, desde el pragmatismo diario, ¿cómo crees que reaccionaría? ¿Se preocuparía por descubrir la maravillosa sensación que debe ser tener hijos? ¿Se casaría? ¿Exprimiría cada experiencia vivida con la intensidad que supone el saber que quizá mañana sea demasiado tarde?».

Entonces lo entendí. No deberíamos tenerle miedo a la muerte sino vivir con el temor de no disfrutar lo suficiente de la vida. Y para ello, saber que tenemos fecha de caducidad es imprescindible. Nos guste o no. Feliz vida.

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