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Millones de muertos, destrucción, el dolor y el horror de que somos capaces... La Primera Guerra Mundial (1914), la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Civil, la de Sucesión, la de Secesión, la de la antigua Yugoslavia, la del Golfo, la de Irak, la de Afganistán… guerras antiguas, como la de Troya; o modernas, como la de Siria. Guerras habidas y por haber. Los historiadores explicarán sus causas y consecuencias. Los vencedores y los vencidos las contarán de forma diferente. Con un denominador común: siempre hay alguna bandera que defender y bajo la cual combatir.

Las banderas se inventaron para unir a la gente y distinguirla del adversario. Para identificarse con ellas y lo que representan. No son un trapo y unos colores ondeando al viento: son un símbolo poderoso que aglutina y moviliza, por encima de lo individual, hacia una tarea colectiva. Las banderas nos dicen algo. Hay banderas inclusivas y excluyentes.

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Cuando acaba una guerra pedimos que jamás vuelva a ocurrir. Antes de que estalle, muy pocos se la imaginan. Era impensable de antemano; de la vida plácida a las trincheras se pasó bruscamente. Hay guerras de moda y guerras olvidadas. Llevamos dentro la semilla de la división, buscando las condiciones idóneas para germinar.

Hay muchas banderas, pero necesitamos otras: la bandera de la Libertad, la de la Cultura, la de la Tolerancia, la de la Inteligencia. Incluso la bandera de la Alegría, que ya tiene su himno.