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Hay días como éste en los que me siento la sombra de Bartleby. La transformación llega de forma inesperada, acontece por acumulación (como quien lo ve venir de reojo pero espera a tocar fondo). Se traspasa así la frontera del hartazgo, la de hacer de tripas corazón, la de aguantar ciertas cosas/personas sin saber muy bien por qué, y entonces se cruza una de brazos y dice en voz muy queda: «Preferiría no hacerlo». Revolucionario, ¿no?

Esta declaración de intenciones que el autor de «Moby Dick», Herman Melville, puso en boca de su protagonista en el cuento magistral «Bartleby, el escribiente» («Bartleby the Scrivener: A Story of Wall Street»), que se publicó por primera vez de forma anónima en dos entregas de la revista «Putnam's Montlhy Magazine», en 1859, se ha convertido en un emblema/resumen de este sistema de producción en serie. La frase, susurrante y educada, casi a modo de disculpa pero firme en su intención, como un grito de guerra dicho con la boca pequeña, ha dado muchas vueltas (y hasta título, a una revista digital literaria que desde aquí preferiría sí recomendar); y la figura de este Bartleby, por su lado (el lado de la no acción), ha dado también de sí en ensayos filosóficos y novelescos.

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El tipo en cuestión, un escribiente (claro), convierte su no hacer en una forma de activismo. El abogado es el que cuenta todo y quien le contrata para trabajar (o esa era su intención) en su oficina con vistas a otros muros de ladrillo. Bartleby parece ser un trabajador excelente en el modelo de producción establecido, pero al primer encargo del jefe, fuera de su labor de copista, lanza, para sorpresa de todos sus compañeros oficinistas, su bomba de tres palabras: «Preferiría no hacerlo» (en la frase original, en inglés, «I would prefer not to», son cinco y no incluye el verbo hacer). La onda expansiva es interminable y con ella se acaba haciendo fuerte (o débil) hasta quedarse solo (y no diré cómo acaba la cosa para evitar improperios de los que quieran adentrarse en el texto). Nunca conocemos a Bartleby de otra boca/mirada que no sea la de su jefe: «Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta», dice el narrador. Y nos quedamos con ganas de saber qué pensaría sobre el jefe, sobre el mundo, sobre el trabajo, la alienación o el muro de ladrillos este amanuense. Nos quedamos con ganas de muchas otras cosas, porque Bartleby no tiene biografía posible, y ésa precisamente parece ser la intención de Melville: hablar de la nada a través de nadie. Un camino existencialista que también exploraron Franz Kafka o Albert Camus: tantas preguntas. Hay, en ese camino, un humor lento y casi desangelado, parecido al humor/desencanto que nos gobierna estos días de desgobierno o gobierno del engaño. Se hacen bromas sobre la corrupción (un chascarrillo como «en la puta vida» tiene más eco que un atropello de derechos fundamentales), triunfan películas de risa llenas de tópicos sin gracia, el fútbol colapsa mil cerebros por minuto y se brinda por cualquier cosa, por mirar hacia otro lado, por ejemplo, pero por lo demás, preferimos no hacerlo: preferimos no pensar, no cambiar de verdad. O no escribir, como les sucedió a esos escritores que Enrique Vila-Matas retrató en su genial «Bartleby y compañía», que en un momento dado, por distintas razones o por ninguna, dejaron de escribir tras alguna obra reconocida, como le ocurrió a Juan Rulfo, J.D. Salinger, Pepín Bello o Arthur Rimbaud. De todos los sufridores del Síndrome de Bartleby, mi preferido es Rulfo, en obra y en excusas: «En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que durante años había ido tomando forma en mi cabeza (...). Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo «Pedro Páramo». Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules», explicó Vila-Matas que explicó antes Rulfo, quien no volvió a escribir nada más en treinta años y cuando alguien le venía a preguntar las razones de su silencio literario solía contestar: «Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias». Y así hasta el infinito, porque podría seguir ahora escribiendo sobre los escritores del no pero en un día como hoy, sinceramente, preferiría no hacerlo.

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