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Somos propensos a cambiar las leyes educativas. En el aspecto personal, los educadores podemos sentirnos orgullosos de muchas cosas; en el plano colectivo, los resultados de diferentes indicadores, nacionales e internacionales, dejan mucho que desear. Nivel de competencias, tasas de abandono escolar, desigualdades sociales...

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La gente critica las leyes, muy pocos las leen. Más que buscar lo que nos une, fomentamos lo que nos separa. Es fácil discutir a partir de eslóganes políticos, consignas de partido, titulares de prensa, mensajes en las redes sociales... Somos carne de demagogia.

En el Preámbulo de la LOGSE (1990) leemos: «El objetivo primero y fundamental de la educación es el de proporcionar a los niños y a las niñas, a los jóvenes de uno y otro sexo, una formación plena que les permita conformar su propia y esencial identidad, así como construir una concepción de la realidad que integre a la vez el conocimiento y la valoración ética y moral de la misma». Y la LOMCE (2013), también en su Preámbulo, afirma: «El alumnado es el centro y la razón de ser de la educación. El aprendizaje en la escuela debe ir dirigido a formar personas autónomas, críticas, con pensamiento propio. Todos los alumnos y alumnas tienen un sueño, todas las personas jóvenes tienen talento. Nuestras personas y sus talentos son lo más valioso que tenemos como país»...
Y ahora, sin más preámbulos, vamos a tirarnos los trastos a la cabeza.