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El generoso Miguel Blesa, el expresidente de Caja Madrid, acaba de regalar un montón de votos a Podemos. El sistema de tarjetas de crédito fantasma para sus consejeros, sin límite, sin control, ocultas a Hacienda, es uno de los mayores escándalos de los últimos años, a pesar de la competencia en el ranking por la proliferación de casos de corrupción.

Este caso, sin embargo, tiene algo peculiar, lo que más daño hace al sistema, y es su transversalidad. Es decir, que desde el presidente hasta el último consejero todos iban con la tarjeta dorada en el bolsillo, desde los representantes del PP, del PSOE y de IU hasta los designados por UGT y CCOO, que después de las juntas del Consejo de Administración de la caja se iban a la manifestación en contra de los abusos de los bancos y en apoyo de los pobres desahuciados.

La crítica general al sistema tiene un riesgo enorme ante el miedo, casi terror, que provoca el ascenso de los antisistema y su desembarco en las instituciones.

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Si hay una enfermedad social evidente, cuya evolución preocupa, y el pronóstico no es nada halagüeño, ¿a quién corresponde operar? Más que desacreditar a quienes protestan, habría que tratar al enfermo. ¿Cuál es el problema? Pues que el médico tampoco anda muy bien de salud.

No basta con rasgarse las vestiduras ante lo pornográfico de las tarjetas fantasma. Habría que atacar el virus que tanto daño ha hecho al sistema democrático. Quizás el pacto entre los partidos debería orientarse a recuperar el espíritu del 78, excepto en materia de Estado de las Autonomías por el fracaso evidente del invento. De los 86 consejeros, los cuatro que no usaron la tarjeta merecerían estar en la cabeza de alguna lista electoral.

En tiempo de tantas reformas, los dirigentes políticos deben trabajan en serio en la que les afecta a ellos mismos.