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Salvador Soldado avanzaba con su unidad por las tierras del sur. Ocupaban pueblos llenos de consignas, como si todas las paredes encaladas o sin revoque fueran una misma pizarra revolucionaria. Los hombres y las mujeres huían o caían bajo el sol ardiente, acosados por el furor de la guerra, las cabezas desprovistas de boinas o pañuelos, el torso descamisado, horadado de metralla negra. Se amontonaban al borde del camino, muertos humildes que parecían querer hacerse a un lado, como para no estorbar con su hedor reciente, su desnudez manifiesta, salpicada por la viruela de los disparos. Una cadera marfileña, una hembra hermosa sin vestido, abotargada por la súbita sorpresa de la hora suprema no resultaban lascivos, no movían a deseo, sino a compasión y un poco a reverencia, como si se tratara de vírgenes y santos de yeso o madera, imágenes de mártires que sólo por casualidad tenían una nube de moscas rondándoles la boca.

Salvador Soldado se detenía a enterrar cadáveres, a cobijarlos en la tierra yerma, amarillenta o blanquecina, tachonada de olivares oscuros, como dedos quemados rasgando un cielo enrojecido, como recalentado en una fragua. La tierra seca se bebía la sangre que aún no había coagulado, cubría las heridas, las protegía de los insectos. Si había tiempo ataba dos palos en forma de cruz y rezaba un padrenuestro. El golpeteo tintineante del acero contra la madera estremecía la calma tensa del descampado, al acecho la tempestad tronante de la destrucción.

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Entre tan peligroso desconcierto Salvador Soldado se había acurrucado en un cañar para hacer de vientre; había encontrado una página de un diario roído y amarillento, donde leyó: «Ha sido fusilado el gran poeta andaluz Federico García Lorca» Recitó mentalmente: «Un chorro de venas verdes le brota de la garganta» La guerra era cruel, despiadada, como el martirio de Olalla. «Por los rojos agujeros donde sus pechos estaban se ven cielos diminutos» La guerra era espantosa. El cielo se llenaba de destellos brillantes que nada tenían que ver con las estrellas. La muerte asolaba los campos. «Confusa pasión de crines y espadas, senos ahumados de Olalla».

Salvador Soldado se quedó dormido junto al cañaveral, exhausto. Soñaba: «Caballito negro, ¿dónde llevas tu jinete muerto?». Soñaba un caballito de carbón, bañado en sangre, con un jinete de cristal, pronto a quebrarse. Todas las cañas rotas parecían navajas dobladas. Soñaba: «Caballito frío, ¡qué perfume de flor de cuchillo!».