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Aurora era feliz, casada con el herrero de la calle Vieja. Se amaban de vez en cuando, pues el herrero trabajaba a todas horas. Roberto, el canónigo y organista de la catedral, estaba muy gordo y sudaba a mares en los sermones. Sus artes de organista y orador le hacían ganarse el favor de las familias más ilustres, que le invitaban a los banquetes de bodas, y era capaz de ingerir tres platos de caldereta, dos solomillos y una tortada de almendra. No era hombre de desaprovechar una oportunidad y si se terciaba comía en dos bodas diferentes el mismo día.

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Roberto sabía decir, la mano de Dios, hermanos de mi alma, vendrá en forma de un diluvio de fuego que acabará con la gula, carraspeando estentóreamente desde lo alto del púlpito. Roberto sabía cantar como los ángeles y cuando cantaba volaba como un globo en medio de la catedral. Vivía enfrente mismo de la herrería. Por la tarde la música del piano se deslizaba por entre los postigos y se mezclaba con los ruidosos mazazos del herrero. Sobre la consola había una muñeca de trapo con una sombrilla de seda, y la bailarina hacía rodar la sombrilla y bailaba a los acordes del piano.
Pero entonces Aurora entró al servicio del canónigo y le hizo perder el apetito. Perdió muchos quilos y quedó liso y estirado, guapo como un don Juan, y Aurora se enamoró de él. Roberto tocaba al piano los ritmos de moda, con la mirada clavada en los ojazos de Aurora, y después bailaban hasta la salida del sol. El cura olvidaba el breviario, la misa y la confesión, y vivía pendiente de los tiernos brazos de Aurora. Había compuesto una canción para llamarla que decía: «Ven, ven Aurora, ven, ven que es hora». Y Aurora venía. Pero la gente empezaba a sospechar. Decían que el clérigo había adelgazado demasiado y que desafinaba y no había vuelto a volar. Las malas lenguas decían que Roberto ponía los cuernos al herrero, y él decía imposible, cómo me va a hacer cornudo un sacerdote.

Pero un día su madre le dijo, hijo, cuando el río suena agua lleva, y el herrero empezó a pensar mal. Siguió a su mujer cuando sonaba el «Ven, ven Aurora» y vio cómo se abrazaban y se besaban, y la tarde siguiente avivó el fuego en la fragua y aguardó a que volviera a sonar la canción, y cuando su mujer iba a salir la sentó en la fragua. El canónigo se impacientó por la tardanza y volvió a cantar: «Ven, ven Aurora, ven, ven que es hora» y el herrero se apoyó en el montante de la puerta y contestó: «Tiene el culo cremado y no puede ahooora».