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Aquí estoy, sentada sobre una roca batida por el viento y las olas del mar, que me ciega los ojos con nubes de espuma salada, blanca y fría como la nieve. Ya no sé cuánto tiempo llevo aquí sentada, y veo pasar los días con cierta indiferencia. El viento silba entre los troncos de los pinos, entre las ramas maltrechas, llenas de flecos, de las palmeras, que no son de aquí, que a lo mejor han sido trasplantadas desde las lindes del desierto. Yo ya estaba aquí antes de las palmeras, agazapada bajo el matorral cuando el viento me buscaba los ojos para mortificarlos, estaba aquí bebiendo los vientos y agua de mar, y soñando que podía levantar la mano y rasgar el azul del cielo, hacer un agujero en el cielo, como si fuera un decorado de papel, pintado con nubes sonrosadas y luceros lejanos como puntitos de luz en una noche impenetrable. Aquí estoy, sentada a la orilla del mar, y aquí me quedaré. Los peces asoman sus caras ahusadas, sus ojos sin pestañas, y se burlan de mi paciencia. Peces que han nacido hace poco, que son tan jóvenes y duran tan poco que da grima verlos, tan presuntuosos. Imagino una muchacha de mirada inocente, pupilas brillantes, boca ávida de amor y cuerpo de sirena. Imaginar no es tan difícil. No debería serlo. Una sirena niña, una niña ideal, sin picardía, que sabe el origen de este mar y estas peñas, que dice cuentos fabulosos, eco de ecos ancestrales, fantasías como las de Ulises, o las que pueblan los sueños.

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Me he vuelto vieja pegada a esta roca. Me he vuelto un carcamal elástico, de manos viscosas, invadidas por el musgo, resbaladizas, y carnes surcadas por venas prominentes, como la corteza de un árbol añoso, remos de una vieja medio mujer, medio pez, medio árbol, medio alga, confundida con el mar, el cielo, el viento, con los ojos de cristal y la espalda curvada y enrojecida, quitinosa, como el caparazón de una langosta. Me confundo con la roca puntiaguda, comida de mar y de cangrejos, húmeda, reluciente, y de mis pulmones sale el aullido de la cueva, del torbellino, de los fuelles del diablo, como quería John Armstrong. Mi canto desacordado, mi profundo lamento. Mis pulmones son huecos en la piedra, cavernas subterráneas, incrustadas de cristalillos de cuarzo. Soy un accidente más de esta orilla abrupta, una sombra al anochecer, un fantasma de piedra, un accidente de la orilla, un escollo donde encallan los barcos. Aquí estoy, sentada sobre una roca batida por el viento y las olas del mar, y vuelve a empezar el cuento.