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Regresa andando del trabajo, como todas las tardes. Hoy se siente más cansado, hastiado, sin saber muy bien por qué. El sol, entre los edificios grises de la ciudad, es como un medallón de hierro candente, vertiendo regueros de fuego sobre azoteas y antenas. Cansado de llenar siempre los mismos papeles, cumplir el mismo horario, reír los mismos chistes, para cobrar a fin de mes otros numeritos en otro papel, la nómina. ¿23, 33 años ya? Suenan músicas enlatadas en todos los establecimientos comerciales, y recuerda una tarde de verbena, una orquesta desmañada, una chica feúcha, pero de cintura cimbreante. Recuerda su colección de discos polvorientos, rayados, sus fotos amarillentas, pantalones estrechitos, tupé cuando tenía tupé, excursiones en bicicleta, antes del primer bikini, ése que parecía un anuncio de fajas Turbo. Sonríe. Tiene los dientes amarillos, como las fotos, pringados de nicotina. ¿Tanto bregar, para qué?

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Abre la cartera y va repartiendo facturas a todos los que se acercan. Así no tendrá que acabarlas en casa. Cuando ya no le quedan, le da a uno el talonario de cheques, a otro la tarjeta Visa, a otro el carnet de identidad, a otro un billete… Hasta que no le queda más que la cartera. Y entrega al último la cartera. Libre al fin. Está majareta, dice alguien.

Deambula lentamente por las calles estrechas, donde no llega el rumor de los automóviles, donde debe procurar no embargarse demasiado en esa poesía facilona que proponen las cosas viejas, el silencio encerrado, como el aire, entre los muros sobrios, la piedra desnuda, la pátina del tiempo. Se adentra, osado, en los vericuetos de los barrios viejos, huele a pasado, se queda pasmado ante el vetusto reloj, un reloj como de plaza mayor de pueblo, en una torre desvencijada, casi tambaleante. Un reloj redondo, enmohecido, parado, naturalmente. La fantasía de parar el tiempo. Le falta una manecilla, tiene el abdomen lleno de engranajes y ruedas dentadas, la panza llena de ratones, pero el tiempo sigue intacto, intocado. Ahora ya no luce el sol. Ahora llueve, y el reloj se moja, y parece que sonríe derramando lagrimones de lluvia negra, de lluvia de ciudad. Pero a pesar de la lluvia asoma una luna redonda, perfectamente amarilla, como una yema de huevo. ¡Ja, ja como una yema de huevo! Se encarama a una farola, salta a un balcón, trepa hasta una cornisa, salta a la azotea, a la torre, y desde allí mete un dedo en la luna y lo saca pringado de dulce, azucarada yema de huevo.