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Los hombres somos criaturas raras. Nos empeñamos media vida en hacernos ricos y si lo logramos vivimos de la nostalgia de cuando éramos pobres, y si no lo logramos alimentamos tal odio y envidia hacia los poderosos que corremos peligro de morir de un infarto. Claro que en todo hay sus más y sus menos, y existen seres humanos sin ambiciones, sin codicia, hombres y mujeres que ni desean la prosperidad ni la combaten, ni les motiva el éxito ni les preocupa el fracaso. Pero estos son la excepción que confirma la regla, y lo normal es que por ver de medrar nos amarguemos la vida, que son dos días.

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Había una vez un rico que era muy rico. Poseía un verdadero palacio, construido a la manera versallesca, lleno de pórticos, patios, regios salones y escaleras señoriales dignas de un rey o de una reina de fábula. El rico pasaba la mayor parte de su tiempo fuera en tragantonas con personajes encumbrados, fiestas de postín, viajes magníficos y otros menesteres de los ricos. En su palacio había muchos criados y había también cuadras, y cerca de las cuadras se situaba la mísera casita de un zapatero remendón que todas las mañanas alegraba la vida del rico con su canto de ruiseñor, mientras machacaba la suela de los zapatos que arreglaba. ¡Qué feliz, pensaba el rico, con lo pobre que es! El zapatero remendón le transmitía verdadero optimismo con la euforia de su canto. Cuando se sentía hastiado de la vida mundana, alicaído y desencantado, se encerraba en su palacio sólo para escuchar el canto del zapatero remendón. Le aliviaba tanto que un día le dijo: «Me alegras tanto con tu canto que voy a hacerte rico». Entonces le dio un millón de esos que hoy valen tropecientos millones.

Fue una medicina definitiva, porque el zapatero no volvió a cantar. Cuando el rico esperaba que le comunicara euforia y alegría de vivir se quedó con un palmo de narices, porque había enmudecido y no le comunicaba nada. Aguzó el oído y nada, el zapatero no cantaba. Fue a verle y le preguntó por qué había dejado de cantar. «Con el millón que usted me dio me compré un predio, y ahora los gañanes me plantan cara, las vacas mugen sin ordeñar y la fruta se pudre en los árboles. Compré acciones que han ido a la baja, invertí en una fábrica que ha quebrado, compré un coche a mi mujer y me pone los cuernos con el chófer, construí una casita de campo y el ayuntamiento me la quiere demoler porque han cambiado la calificación a suelo rústico, así que figúrese las ganas que tengo yo de cantar...»