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Mi fiebre por los nanorrelatos es imparable: es una huida hacia lo mínimo inventado, lo sé, pero me abruma este año electoral y todas sus arenas movedizas y de vez en cuando hacen falta escapatorias. Se cuenta que la fiebre de este género la empezó «El dinosaurio» de Augusto Monterroso — «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí»—, quizás el nanorrelato que más vueltas ha dado por las tertulias y los talleres literarios del mundo hispanohablante. También la gran Ana María Shua o Andrés Neuman han dejado huellas diminutas e inabarcables. Neuman, por ejemplo, con su «Cuento de terror» (el título importa y mucho en estas piezas de artillería ligera): «Me desperté recién afeitado». Me vienen a la mente otros dos. Éste es del escritor mexicano Luis Felipe Lomelí:

El emigrante
—¿Olvida usted algo?
—Ojalá.

Y otro, de Luciano Daniele, que tituló «Autopsia» a estas ocho palabras: "No tenía rastros de haber sido feliz». Si un nanorrelato consigue crear toda una trama en la cabeza de quien lo lee es que funciona. Estos cuentos, más cortos aún que el microcuento —más incluso que un pellizco, un parpadeo, un beso urgente— son ahora tendencia (Twitter mediante). El relato breve está en auge y gana adeptos (y concursos) entre escritores y lectores, y en el extremo de esa popularidad despuntan estas minifórmulas que le pisan los talones, pero con pisotones rápidos y fuertes, los que más duelen: los inesperados (sin pista de baile).

Son tiempos de no tener tiempo pero seguimos sedientos de historias, metáforas, palabras bellas y sucesos imaginarios (o reales, pero de los que les ocurren a los otros) que nos arrastren lejos. La realidad hace daño: obstáculos para gente que quiere trabajar/vivir dignamente y alfombras rojas para los ladrones de lo público, corrupción en vena, desigualdad social (y sanitaria) y ahora, además, juegan descaradamente ellos con las palabras, como si fueran poetas los bandidos y como si de un nanocuento surrealista se tratara: nos quieren dar imputados por investigados. Como si fuésemos nosotros ovejas: nosotros queremos cambiarlos a ellos y ya contamos los días para poder quitarlos del miedo.

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Este tipo de giros: miedo por medio o refranes rearmados/reinterpretados, como el título de este artículo que pretende (sin éxito) darle un giro a la célebre frase de Baltasar Gracián, son habituales en estos juegos narrativos hiperbreves. La máxima de Gracián, «Lo bueno, si breve, dos veces bueno», se publicó en el «Oráculo manual y arte de prudencia», en 1647, y la completó él mismo con la segunda parte, no tan conocida: «Y aun lo malo, si poco, no tan malo».

Seguimos buscándonos. Entrar en las historias, por muy cortas que sean es como remangarse y a ver qué pasa y si hay prisa (¡pero a qué tanta prisa!) pues, cuénteme algo rápido, por favor (que ya pierdo yo luego las horas escribiendo 'whatsapps' o jugando a 'candynosequé').

Corto no quiere decir peor, por mucho que el género breve viviera antes como un escalón previo que toda escritora había de pisar antes de llegar a la cima de una de esas editoriales que iban a llenarse los bolsillos con sus ideas. Corto quiere decir poco texto (no hay una longitud exacta en ninguna de las fronteras de los géneros, se mide más bien en grados de inmediatez) pero la profundidad y las consecuencias pueden ser ilimitadas (e irreparables). Ahora un escritora puede decir con la cabeza alta que se dedica al relato corto, que es un cuentista, vamos, o un nanocuentista (para los más radicales). Porque esos golpes con triple sentido son una especie de evolución minimalista de leyendas, fábulas y toda aquella tradición oral que ha pasado de generación en generación y que han servido para ir explicando la vida de los humanos. Los escenarios cambian, los nombres propios, cambian las palabras, las problemáticas también (aunque no tanto) pero las pasiones siguen latiendo igual, y es por eso que un nuevo género no anula al anterior: se agrega. Las grandes obras siguen vigentes precisamente porque las miserias y los temas universales poco han variado desde que se tiene constancia de ellas.

Lo importante de estas historias intensas que nos ayudan a alejarnos de la realidad (a veces con una sola frase: bocanada de aire) es precisamente que cuenten una historia, requisito de toda narración. Un principio, un nudo o desarrollo y un desenlace en los que un protagonista trata de resolver un conflicto: la norma de oro que, por muchas innovaciones que sufra la palabra escrita, sigue implícita en cada cuento. Y en cada vida.

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