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Durante una temporada tuve que desplazarme a mi lugar de trabajo a una hora punta. Lo que equivale a exponer que a diario mi coche se insería en una de las tres filas interminables de vehículos que transitaban, espesos, hacia el centro de la ciudad. Por su lentitud venía a ser como estar todavía en casa, con las ventanas abiertas, sin inmunidad, a merced de las miradas vecinales. La diferencia radicaba en que, con el avance más expeditivo en uno u otro carril, los coches se iban turnando, siendo más ameno el recorrido por el cambio del personal.

La radio era preferentemente el medio para recrear aquel tiempo muerto unifamiliar. Un vecino escuchaba música, otro las noticias, otro un debate de opiniones, alguno leía el periódico con los ojos desparramados entre una página y el trasero del vehículo precedente para no golpearlo -algo que bien es cierto sucedía a menudo. Había también vecinos que no estaban solos ni se dirigían al trabajo. Eran por lo general personas que trasladaban a sus hijos al colegio. Pero lo que más llamaba la atención eran las vecinas que seguían aún en el cuarto de baño. Aprovechaban la ocasión para acicalarse con la ayuda del espejito retrovisor.

Una de ellas me llamó cierta vez la atención. No por estar todavía adormecida, desaliñada, macilenta, despeinada, etc. Ir contra reloj era además el pan nuestro de cada día. Me llamó la atención su rostro... ¿Cómo expresarlo?... Lo diré claramente, sin pelos en la pluma, esperando que me perdonen aquellos que están en contra de tanta rotundidad: Era una mujer muy fea.

Mientras ella había comenzado a emperifollarse, yo iba rellenando el tiempo, con la radio y el periódico, como un vecino más, desentendido ya de sus evoluciones.

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Estuve, creo recordar, ensimismado, tratando de entender esta crisis trinitaria que está golpeándonos, ausentándome por lo tanto de mis nuevos vecinos, porque como dije antes, iban rotando, según avanzara una hilera u otra.

Al salir de mis conjeturas distinguí a mi derecha a una inquilina preciosa: una mujer con un look ideal, agraciada, con dos olas estimulantes en su pecho... Lo expondré otra vez claramente, si bien ahora nadie me censurará: Era una mujer muy guapa.

...Pero...Pero...¡No!..¡¿Sí?!...¡Joder!...¡No puede ser!...¡Es imposible! ¡¡¡¡Sí, sí, es ella!!!!

¡No la había reconocido! ¡Se trataba de la mismísima mujer fea, salida ya del cuarto de baño, retocada, aderezada, cincelada por la magia del maquillaje! Una escultura humana digna de figurar en cualquier galería de arte.

florenciohdez@hotmail.com