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Para algunos devotos de la ciencia, aquello que no se puede ver o medir no existe. Es el precio que están dispuestos a pagar por la certeza. Para evitar la superchería y la superstición, acaban por reducir la realidad a lo que pueda caber en su mirada. A principios del siglo XX, el conductismo era el modelo predominante en Psicología. Para emular el empirismo de las ciencias naturales, sólo admitía el estudio de lo que es directamente observable de nuestra conducta. De ahí surgió la metáfora de la «caja negra», es decir, aquellos procesos que ocurren en el interior del organismo: sentimientos, pensamientos, deseos, ideas... que quedaban excluidos de su interés científico por un problema metodológico irresoluble. Pero renunciar al estudio de lo que no podemos ver, no impide su existencia.

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El trágico desenlace del vuelo de Germanwings ha vuelto a poner de actualidad el contenido de las cajas negras de los aviones. También se llaman así, pese a ser de color naranja, esas cajas blindadas sin las cuales difícilmente podríamos tener una explicación técnica y fiable de lo sucedido.

La caja negra de Andreas Lubitz, hablando en términos conductistas,  es ya irrecuperable. Pero algo tan horroroso y absurdo no puede entenderse sin tener en cuenta lo que contenía esa caja frágil y excesivamente compleja de donde surge lo bueno y lo malo, lo mejor y lo peor que tenemos como seres humanos.