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Cuando uno se acostumbra al ritmo y a la comodidad del tren en el que viaja en esta aventura trepidante a la que llamamos vida, se vuelve temeroso y es más propenso a sentirse inseguro si alguna cosa desentona del guión previsto. Por un lado, agradecemos con creces esta comodidad puesto que significa tener, por ejemplo, un trabajo estable, una rutina muy marcada y carente de sobresaltos. La idea de tener el futuro asegurado atrae a más de uno y hay quien incluso lo considera un privilegio. Por eso, al trantrán del tren, el viaje se hace más cómodo y no corremos tantos riesgos. No lo vemos necesario y, por tanto, nos relajamos e intentamos correr el menor número de riesgos posibles.

«Hay trenes que pasan una sola vez en la vida», dicen, como si el destino se convirtiera en un macabro revisor de billetes que te echa del vagón con una facilidad pasmosa. Pero es cierto, hay oportunidades que, aunque sean muy arriesgadas, llegan en contadas ocasiones y no a todo el mundo. Y, para qué negarlo, la mayoría de los casos son un problema porque cuando hay algún elemento que nos perturba esa idílica tranquilidad, el mundo se nos viene encima, de alguna forma nos hemos convertido en unos miedicas compungidos. Ese temor nos ciega de tal manera que a veces, solamente a veces, desfilan ante nuestros ojos oportunidades que superan con creces a la realidad pero el temor nos aprisiona y las dejamos escapar. Lamentablemente.

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Otras veces, no son trenes lo que nos pasan. Son aviones, cuyo vuelo aterra considerablemente a más de uno -como al arriba firmante-, máquinas que cubren una ruta marcada por turbulencias, tormentas y otros aspectos que hacen que la ruta sea una odisea y saboreas todavía mucho más cuando pisas el suelo al llegar al destino. Otras, son transatlánticos simbólicos surcando el mar más bravío donde llevamos el timón y, dependiendo de nuestra pericia, el final será más o menos feliz.

Pero ya sea en tren, avión o barco, las oportunidades llegan en algún momento determinado de nuestras vidas. No me cabe la menor duda de que es fácil que el temor se apodere de nosotros y pensemos que no estamos a la altura, es por ello que nuestro mayor enemigo es el miedo. A nadie le gusta arriesgarse sin saber a ciencia cierta que el futuro mejorará con creces el pasado y, por supuesto, el presente. Nos hemos acostumbrado a apostar al caballo ganador, aunque las ganancias sean mínimas. Y puede pasar que el ostión que te pegues sea de escándalo, que el viaje esté cargado de problemas pero créeme, lo peor que te puede pasar en un viaje es quedarte en la estación cariacontecido preguntándote «¿Y si hubiese cambiado de tren?». Me parece un castigo peor que el hecho de equivocarse.

dgelabertpetrus@gmail.com