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Parece que fue hace una eternidad cuando escribí la anterior «Cita a ciegas». No sabría decir qué ha pasado desde entonces y solo han pasado dos semanas: entre tanto, unos cuentos de Haruki Murakami, de su volumen «Hombres sin mujeres», alguno tan sugerente como el titulado «Sherezade» y otros inmóviles y pesados, como si quisiera el escritor cargarse Japón a la espalda a ritmo de jazz. Ha pasado, por cierto, el arranque del festival Menorca Jazz, con Big Mama Montse sentada en aquella silla y Riqui Sabatés, a la guitarra, y ha brotado también un árbol del jardín que ya daba por muerto. Más milagros.

También en este tiempo he podido leer «14», de Jean Echenoz (gracias a Jesús, Elena y Juanan), una obra que quiere pasar de largo pero que se atraviesa en la garganta, como una miga de pan con los bordes cortantes o como una guerra absurda (como todas las guerras), de un autor del que no conocía ni una línea: son demasiados los que escriben. Nunca he sabido cómo llamar a ese síndrome, a la angustia que provocan todos los libros no leídos. La culpa, creo, es de esa presunta falta de tiempo que crece con todas las series que tengo que ver, porque como buena hija de mi generación (a la que ya no sé ni cómo llamar: la generación sin nombre), he entregado horas incontables a culebrones del siglo XXI como «Lost», «A dos metros bajo tierra», «Twin Peaks» (con unos años de retraso), «The Wire», «Dexter», «Juego de Tronos», «Orange is the new black», «Masters of Sex», «Crematorio», «Homeland», «The Big Bang Theory», «True Detective», «Black Mirror», «Treme», «Borgen» y pierdo la cuenta por pudor. Es terrible. Lo terrible es pensar a quién le he robado esas horas: ¿a los libros? Tiempo irrecuperable, ya sé, y cambio, aprendizaje en aumento sobre cómo descuartizar cuerpos sin dejar rastro, tráfico de drogas, intrigas de palacio, halcones del otro lado del muro, duchas colectivas en prisiones femeninas, corrupción política a la carta y demás asuntos prácticos para la vida diaria.

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Un veneno como otro cualquiera para el cuerpo, que, por su parte, se ha adaptado ya al cambio de hora (hace ya tanto) como se adapta a casi todo. Se adapta a las injusticias y a las matanzas de universitarios en Kenia (mucho antes que a las masacres de presuntos suicidas en espacio aéreo europeo). El cuerpo se adapta también a las ausencias, pero no a todas por igual: no siempre lo consigue, por ejemplo, cuando se trata de la amputación de alguno de sus miembros. Así lo cuenta Echenoz en «14»: «(...) transcurridos unos meses, sintió renacer un brazo derecho imaginario pero de aspecto tan real como el izquierdo. (...) Aquel brazo ausente, en ocasiones más presente que el otro, era insistente, vigilante, socarrón como una mala conciencia, y Anthime creía poder provocarle movimientos voluntarios realizando gestos insignificantes o incuestionables que nadie veía: por ejemplo, abrigaba la total certeza de poder acodarse en un mueble, apretar el puño, controlar claramente cada dedo, llegando a intentar descolgar un teléfono o esbozar un gesto de adiós agitando o creyendo agitar la mano derecha al despedirse, lo que hacía que quienes se separaban de él lo considerasen poco afectivo». «El viejo caso del miembro fantasma», le dice al pobre Anthime el doctor, y busco sobre miembros fantasmas y descubro que fue descrito por primera vez por Ambroise Paré en 1551 y que quien le dio verdadera categoría de síndrome fue, más de tres siglos después, un neurólogo llamado Silas Weir Mitchell, que atendió a soldados heridos de la guerra civil norteamericana y que se hizo amigo de Walt Whitman, el poeta que también estuvo allí, entre mutilados. Descubro otra pincelada del síndrome en la literatura, ésta de Herman Melville, que lo sacó a relucir en «Moby Dick» (1851), a través del capitán Ahab. Da vueltas todo esto en mi cabeza durante varios días, con el pobre Anthime (a lomos de una ballena), y para no pensar en ello (en nada) empiezo a ver una serie nueva («Better call Saul», por pura nostalgia de Heisenberg). A mitad del primer capítulo apago el ordenador y abro un libro de Fernando Pessoa (porque Ponç Pons hablará de su vida y milagros en el Ateneu de Maó el 22 de abril, a las 20 horas) y me habla a mí el diablo directamente. Qué alivio. Y es que abril es el mes de los libros (feliz Día del Libro, por adelantado) y de otros renacimientos pero no hay que olvidar nunca a los no leídos: son tantos los que no se podrán jamás llegar a alcanzar (ni a escribir) que de pronto, y gracias a Echenoz (ideas inconexas), los veo con nombre propio: libros fantasmas. Y duelen casi igual que los ya encontrados.

@anaharo0