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Y vio una anciana subiendo una escalera. La señora de pelo blanco llevaba en una mano la bolsa de plástico de la compra, y en la otra un bastón de los antiguos, de los de madera. Subía muy despacio, cada escalón era un reto, cada escalón era un pequeña victoria, cada escalón un suspiro y un alivio. Y la anciana alcanzó su piso, un segundo de una estrecha calle de Maó. Y Mikel pasó rozando la espalda de la mujer, eran escaleras angostas de más de un siglo, dio un amable «buenas tardes» y observó la mano temblorosa que giraba la llave. La anciana miró extrañada a Mikel con unos ojos azul líquido que debieron enamorar a muchos hombres, y que en Mikel provocaron un sabor cítrico muy intenso.

Las miradas de los ancianos siempre tienen una historia. Y digo bien de los ancianos, sé que por no ofender se usa lo de tercera edad, pero no me gusta nada porque es como si fuera la última etapa de la vida, cuando cada día es realmente una nueva etapa. Me gusta la palabra anciano, que no viejo, anciano que no acabado, anciano y necesario, anciano y vivo, anciano y respetado.

La anciana de ojos azules le devolvió el saludo y le preguntó si era maestro: «No, me llamo Mikel y llevo apenas un mes en el edifico», respondió, la anciana le extendió la mano en un saludo formal a la antigua y le dijo que se llamaba Martina: «Llevo cincuenta años viviendo en esta casa y la de arriba casi siempre ha estado ocupada por maestros». Hizo una breve pero tierna sonrisa y entró en casa.

Mikel no reza, no le dio nunca por ahí a pesar de ser educado en una familia católica de misa dominical en su Zarautz natal, y como no reza evoca, trae cosas a su memoria y su imaginación a partir de cualquier detalle que le llama la atención. Los ojos azules de Martina le recordaban el azul eléctrico de la casa de madera que habitó en Nuuk, la capital de Groenlandia, de cuando era un recién graduado en Ciencias del Mar que tuvo la suerte de ir de becario con un grupo de científicos a estudiar la foca anillada.

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El gusto cítrico intenso que sintió no es metafórico, es real, porque Mikel pertenece a ese reducido grupo de personas a los que los neurofisiólogos llaman sinestetas. En el caso de Mikel su sinestesia es vista-gusto, los expertos dicen que es como una cruzada de cables de diferentes áreas del cerebro, perciben sensaciones en un sentido que estimula otro, por eso él saborea los colores.

Groenlandia puede ser tan apasionante como extremadamente duro, Mikel dejó atrás la tierra de los inuit, y después de un largo periplo por las islas remotas del Pacífico, vino a la reserva marina del Norte de Menorca, de la nieve perpetua al azul Mediterráneo, otra vez al azul.

Mikel imaginó que de haber nacido en otro tiempo, quizás el azul de los ojos de Martina hubieran sido los que le enamoraran, y que en un mundo tan decadente como el nuestro no era mala elección vivir para los oasis marinos que aún nos quedan, y para disfrutar del sabor de los colores como ese gusto de cítrico tan intenso. Pensó en comprar unas pastas y regalárselas a Martina, quería tomar un café con ella, intuía que aquellos ojos guardaban una gran historia.

Cuanta pasión despiertan las personas que perciben lejos del pensamiento único, frente a la desidia que provoca los que no ven más allá de sus narices. Espero, queridos lectores, que la pasión se haga presente y arrincone para siempre a la quejosa monotonía, todos necesitamos una mirada que conmueva.