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No deja de sorprenderme, por más que suceda y se repita un día tras otro, lo fácil que es opinar, faltar al respeto e incluso llevar a cabo un linchamiento en toda regla en el mundo digital, sin que tenga para el firmante del comentario -normalmente escondido tras un pseudónimo o un perfil confeccionado para cada ocasión-, consecuencia de ningún tipo, cuanto menos legal claro. Me asombra cómo cualquiera se otorga el derecho de dar lecciones de cualquier oficio sin conocerlo, y es precisamente este nuestro, el de contar la actualidad, el más zarandeado por las nuevas tecnologías, tiempos en los que hay que seleccionar bien, y no quedarse con lo primero que vemos cuando nos asomamos a ese gigantesco patio de vecinos en el que a veces se convierte internet.

Resulta especialmente doloroso saber que a partir de una información, cuyo objetivo solo es ese, informar, una jauría de internautas se lanzará sobre la noticia en cuestión para diseccionarla y en muchos casos culpabilizar a la propia víctima.

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Y que un padre, como el del joven accidentado en Sant Climent -y tantos que pasan por similares circunstancias-, tenga que preocuparse mientras su hijo se debate entre la vida y la muerte por aclarar comentarios injustos. Salió a las fiestas como tantos otros jóvenes y no tan jóvenes, y horas después el infortunio, en forma de una caída que podía haber sido solo un golpe tonto, le puso contra las cuerdas. A partir de ahí, se abre la veda para analizar su parte de culpa, su comportamiento.

Debe de ser porque el del resto de todos los que acuden a las fiestas, de Sant Climent, Menorca o de cualquier sitio, es ejemplar, impoluto, y no piensan que nada les pueda suceder a ellos. Y se sientan a la fresca, mirando por la ventana que ahora es el ordenador, a criticar sin piedad.