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Después del de la primera comunión (marine americano, un orgullo entonces), el de penitente de La Sang y el de la mili, caqui –intimidante que nos asemejaba a los militarotes que dominaban el país, la única indumentaria en la que me embutí voluntariamente fue la de progre, con algunas greñas, no muchas, no en vano era de una familia más o menos de derechas con la que no quería cortar amarras, pero sí con la inmarcesible trenka que lucíamos con porte marcial aunque lo pretendiéramos desenfadado. Nuestro sable no era de acero sino de papel: no podían faltar bajo nuestros brazos las revistas «Triunfo» y «Cuadernos para el diálogo», manuales de instrucción en aquellos tiempos.

En cuanto a esos tics que acompañan a toda uniformización, los nuestros eran el anti imperialismo (americano, los rusos tenían buenas intenciones), el amor libre (no me enteré personalmente) y el anti cualquier cosa que representara un españolismo cañí, los toros, el flamenco, o un elitismo insoportable (el golf, la ópera), espectáculos que jamás frecuentábamos, aunque sí el fútbol pues no lograron convencernos de su papel de opio del pueblo, y menos a los feligreses del dogma que entronizaba al Real Madrid como equipo del régimen, idea que nos reconfortaba después de tanto No-Do ofensivo.

Me acordé de esas cosas hace unas semanas en los diferentes actos de investidura de las nuevas corporaciones, al ver aparecer a nuevos gobernantes vestidos con sudaderas de colorines, pantalones raídos o directamente agujereados y calzados con abarcas o chanclas playeras. Y me acordé de mis uniformes, porque creí ver en aquel chanclismo una reedición posmoderna de los uniformes de aquella progresía que murió de finor tras la caída del muro de Berlín y la lluvia fina de la teoría y práctica del reaganismo-tachterismo. En cuanto a los tics, sustituyamos los países del Este por Cuba y Venezuela, los americanos por la casta o los cantantes judíos por peligrosos sionistas que antes de cantar deben abjurar, y ale hop, ahí los tenemos de nuevo.

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Solo faltaba algún gesto llamativo para enardecer a las bases y ahí algunos de nuestros flamantes representantes han dejado su estridente renuncia a acudir al acto protocolario de saludar al Jefe del Estado por tratarse de un rey en vez de un ¡quién sabe! un presidente republicano con coleta, sudadera y chanclas o un adusto presidente procedente de FAES o un bambi socialista de arqueadas cejas... ¿Coherencia?, ¿mala educación?, ¿afirmación política?, ¿desplante? Estas preguntas han salpimentado un verano de por sí denso que llega a su final.

Lo he discutido con mis hijos, ellos creen que es un acto de coherencia ante esa antigualla de la monarquía, y el adolescente de la vejez calvo piensa que una cosa no quita a la otra y que acudir a la invitación real no es más que un acto de normalidad institucional y hacerlo con una indumentaria adecuada, simplemente aclarideta, la que luciría en la boda de un familiar, por ejemplo, un signo de buena educación. Ni más ni menos.

Zulema Bagur ha conseguido la obra de su vida con su pintura de la vidriera de la Fundación Reynolds en el 17 de la calle Isabel II que el otro día pudimos contemplar en visita privada. Se trata de una obra monumental que, a lomos del caballo menorquín y su caixer, se encarama hacia los cielos aupado por un enjambre de manos jubilosas. La pintura cambia cada minuto según los vaivenes de la iluminación solar y recuerda por ello el mítico cuadro de la catedral de Rouen de Monet con sus matices en diferentes horas del día. Una joya que va a convertirse en pieza fundamental del itinerario cultural mahonés.