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Aunque duela escribirlo casi tanto como leerlo o admitirlo, a Occidente le viene bien de tanto en tanto toparse de bruces con la foto de un niño que yace muerto en la arena. O el vídeo de la penúltima matanza fanática. O la imagen desgarradora de la desesperación de aquel que no tiene nada, del que lo ha perdido todo, absolutamente todo y no le importa lo más mínimo si ya de paso pierde incluso la vida. Nos viene bien, como digo, que nos recuerden lo afortunados que somos y lo poco que hacemos al respecto, aunque sea con un guantazo que te desgarra el alma.

Cada vez que un caso como el del pequeño Aylan sacude nuestra fantástica burbuja algo en nuestro interior se enciende, una especie de indignación brota y nos juramos, esta vez sí que sí, que será la última en la que nos sorprende sin hacer nada al respecto. Sin plantarle cara a la injusticia. «Será la última vez», nos prometemos convencidos, mientras denunciamos la injusticia en nuestros perfiles sociales, nos desplomamos ante nuestro entorno comentando cómo se podría haber evitado ésta u otra desgracia diseñando un discurso preciso con el que logramos rebajar las pulsaciones.

Aquel fuego se va avivando cada vez que los medios de comunicación nos van descubriendo algo nuevo sobre el caso y nos sentimos invencibles, enfocamos aquella rabia hacia un fin desconocido. Algunos abrazarían al pequeño tan fuerte que incluso se convencerían de que Aylan, como tantos otros, no ha muerto en vano. Como tantos otros, joder. Pero aunque nos duela, así ha sido. Será una historia más de tantas otras, otro ejemplo más de cómo ha fracasado la humanidad, de cómo en algún momento se perdió aquello que nos diferencia de los animales.

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No exagero. Quisimos cambiar el mundo cuando vimos aquella niña abrasada corriendo a consecuencias de las bombas nucleares de Hiroshima y Nagasaki en 1945, nos horrorizamos cuando el fotógrafo Kevin Carter plasmó la lucha indefensa de aquel niño sudanés casi en los huesos a punto de ser devorado por un buitre en 1993, nos ha pasado de nuevo ahora con la imagen de Aylan. En todas, y en muchas otras, nos prometimos que haríamos algo para que no volvieran a dar. Y aquí estamos, lamentándonos de nuevo. Relamiendo unas heridas que el tiempo y la memoria se encargan de cicatrizar.

Ojalá Aylan no hubiese muerto, ni él ni tantos otros. O que al menos no lo hubiese hecho en vano.

dgelabertpetrus@gmail.com