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El librero, especializado en literatura infantil, asistió al último despropósito de aquellas sandeces que, en su conjunto, habían dado en denominarse «lo políticamente correcto». Ilustrísimos lelos habían recomendado, recientemente, que no se compraran cuentos de príncipes y princesas ya que, con los años, éstos podían producir frustración en los niños y niñas al no alcanzar la nobleza. El librero se miró en un viejo y amarillento espejo y contempló su tripita, su calvicie y las manchas en la piel diseñadas por la edad. Él había leído, de joven, los tebeos de «El Capitán Trueno» y, aunque había soñado frecuentemente con Sigrid, jamás se había sentido frustrado por no haberse mudado en un aventurero de leyenda. Se conformaba con ser Goliat y regentar aquel negocio que había abierto y mantenido, durante más de cuarenta años, en homenaje a ese hijo que había muerto en el parto y al que, jamás, le había podido contar relato alguno.

Poco a poco la gente había dejado de frecuentar su establecimiento. Entre otras cosas porque los niños ya no leían, sino que se alelaban repitiendo en insalvable déjà vu contenidos en internet, esos en los que se les daba todo hecho, anulando imaginación y creatividad. Por ende, especialistas en pedagogía y otros menesteres habían ido acabando con la reputación de los héroes infantiles. Sin ir más lejos, Blas y Epi y los teletubbies habían sido acusados de homosexuales… Un día de estos –se dijo- se van a cepillar al Gato con Botas, inequívoco símbolo del capitalismo feroz por el hecho de llevar calzado e, incluso, capa. La cigarra y la hormiga –recapacitó- corrían igual peligro, ya que podían ser –y en esta ocasión con razón- espejo de España. Por no hablar de Pinocho…

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La idea de que los políticos tal vez se manifestaran, en cualquier momento, contra el cuento de Aladino y los cuarenta ladrones, por razones obvias, no le tranquilizó, como tampoco la futura posible conjura contra los tres cerditos, fieles reflejos de los ilusos que, atentos a voces seductoras de entidades bancarias, pensaron edificar sobre sus endebles nóminas inconcebibles paraísos …

El librero observó su negocio: en los libros existían miles de historias que jamás traumatizaron, probablemente, a nadie, porque había existido un tiempo en el que la gente, ajena al dictamen de tanto tonto con carné, no tomaba a los niños por imbéciles, sino más bien como seres capaces de distinguir, perfectamente, entre realidad y fantasía. Una sociedad sana a la que jamás le hubiera dado por pensar que Blas y Epi eran homosexuales o que por leer «La Bella Durmiente» una niña acabara por convertirse en un ser infeliz. Una sociedad que veía, simplemente, en el Gato con Botas, pues eso: un gato gracioso y con botas. Una sociedad en la que, aún, no se había prohibido soñar…

Asqueado, el librero le pegó fuego a su librería en una especie de purificadora eutanasia literaria repleta de amor y dejó, a modo de epitafio, un pequeño documento. Dicen que, al ver las pavesas, lloró y que se encaminó, envejecido, a su casa, esa en la que nunca le pudo contar a su hijo muerto un cuento. El epitafio rezaba así: «Vivo hoy en un país ejemplar, sí, y a la par hipócrita, en el que se censuran historias y, paralelamente, se celebran tomatinas mientras en Etiopía niños habrían dado sus dos brazos por uno solo de esos tomates. La misma España que goza tirando ovejas desde campanarios, cainita, torticera e intolerante. La nación inculta que no lee. La visceral, la que no perdona. La que hurga en las heridas. La que, probablemente, verá hoy en mí a un pedófilo antes que a un padre que vio nacer y morir, en un mismo instante, a su único hijo; el mismo padre que le quiso rendir homenaje con la limpieza perdida e ingenuidad de unos cuentos que ahora la España goyesca, negra, embrutece, porque no soporta que nada limpio anide en ella… Pero una España, eso sí, señores y señoras, lectores y lectoras, políticamente muy correcta…».