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La primera vez que reparé en mi mujer, Leilani, no sentí nada especial. Una joven tranquila y sensata...No fui más allá. A las muchachas de mi pueblo para evitar complicaciones las miraba como personas. Por los alrededores eran ya mujeres. Y más allá de Honolulu, hembras.

Con ochenta y cinco años tengo aún sentimiento de culpa por haber tratado a las mujeres en mi primera juventud como animalitos. Por esta razón cuando entro en una iglesia procuro desviar la mirada de la de la Virgen, y si me encuentro cara a cara con ella le pido perdón como representante de todas las mujeres.

Leilani me recordaba precisamente a una virgencita por su fisonomía delicada y su mirada dulce y serena. Llevaba además siempre una flor en el pelo -que la hacía aún más dulce- con un vestido aloha a juego que parecía encumbrarla hasta los altares.

Nuestras mujeres si llevan una guirnalda, si se adornan con flores, incluso las feas parecen guapas. Nuestra cultura la representan las camelias, las orquídeas, las dalias, etc. Las flores embriagan nuestro espíritu, tanto de los hombres como de las mujeres. Y su vistosidad y su aroma nos ha llevado a ser hospitalarios y amables con todos los que se han acercado hasta aquí a lo largo de los siglos. Nosotros hemos instaurado incluso una palabra con su esencia, una palabra que da vueltas al mundo, y que algunas veces ustedes habrán oído: «Aloha».

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Aloha es más que una palabra para dar la bienvenida o despedirse. Aloha significa aprecio, afecto mutuo y calidez en ser atentos con los demás sin esperar nada a cambio. Aloha es la esencia de las relaciones en las cuales cada persona es importante para la existencia colectiva. Aloha significa escuchar lo que no se ha dicho, ver lo que no se puede ver y conocer lo incomprensible.

La cultura aloha, la cultura de las flores, la cultura de nuestra tierra, era la cultura de Leilani.

Yo sospecho que me enamoré de ella el día que la vi bailar el hula por primera vez. Llevaba solo una faldita y un sostén de flores...¡Tenía un cuerpo! Pensé si me estaba volviendo ciego, pues aún no me había percibido plenamente de sus encantos. Pero, lo que en verdad me tumbó fueron sus movimientos. Los del hula son muy atrevidos, si bien nosotros no lo vemos desde una perspectiva sensual. De todos modos me encelé: ¡Dios, como manejaba el cuerpo! ¡Qué maneras más sutiles! ¡Su ritmo se ensamblaba a la melodía en el preciso instante que caía cada nota musical! Desde aquel momento vi a otra Leilani. Una Leilani que fue mi esposa, mi amiga, mi amante y la madre de mis hijos, de la que todavía disfruto en la soledad de mi casa, donde se puede decir que espero la muerte, para reunirme con ella.


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