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El sábado pasado nos manifestamos en Menorca unas 300 personas para pedir, reclamar, ¿exigir? dignidad para las personas que buscan refugio huyendo de la guerra. Nos manifestamos para que a las personas refugiadas se las trate con dignidad, algo que parece muy básico.

No somos ingenuos, y sabemos que ese tipo de actos tiene poca, o nula, repercusión a corto plazo para cambiar las actuaciones de los gobiernos. Las manifestaciones pueden parecer inútiles si se pretende ver cambios inmediatos. Nadie se cree que después de una manifestación, por masiva que sea, el mundo vaya a cambiar enseguida, y que de repente todos nadaremos en ríos de miel y beberemos zumo de arcoíris, si alguien quiere experimentar algo parecido a eso que pruebe con el LSD. Pero el hecho de no ver un resultado inmediato en tus acciones no te impide realizarlas si consideras que son justas, que son conformes a tus principios, a tu manera de entender el mundo.

Algunos, escondidos como ratitas en el anonimato de Internet, se dedican a despreciar a las personas que se manifiestan pública y pacíficamente, con descalificativos poco ingeniosos, y en ocasiones muy crueles. Ellos son los guay, los cool, los más listos del patio, los que se quedan en casita con la manta en las rodillas, o ponen cara de póker cuando ven el cadáver de un niño de tres años flotando en la orilla de una playa a la que ellos van a veranear. Y sueltan estupideces del tipo. «si tanto quieren a los refugiados que se los lleven a su casa», no entienden nada, no comprenden nada, son peligrosos en su ignorancia y en su arrogancia.

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La historia enseña que muchas manifestaciones fueron la semilla para grandes cambios, que incluso las pequeñas acciones individuales provocaron reacciones en cadena que hicieron del mundo un lugar algo menos jodido. Cambios y mejoras de las que también se beneficiaron los criticones anónimos, los chupa sofá de discurso incendiario y nula acción, esa legión que prefiere adormecerse viendo los programas del poco machista y súper moderno Bertín, o cabecear ante las imágenes de Isabel Pantoja saliendo de la cárcel rodeada de un grupo de fans que lloran de emoción a su paso, y la adoran como a una diosa, ni condena por blanqueo de capitales ni nada, olé la pandereta y todo eso.

Esa actitud del nada sirve para nada es la que hace que personajes como Urdangarin nos vacile a todos colocándose unas gafas amarillas súper fashion de 1000 euros que al parecer le provocan amnesia. O que el señor Pujol se ría en la cara de todos los presentes diciendo que sus carros de dinero en Andorra venían de una herencia paterna. O que Rita siga partiéndose de risa desde su búnker del Senado, ese es el auténtico uso de tan inútil institución, al ritmo del caloret. O que doña Esperanza dimita sin dimitir, se vaya sin irse y saque la chulería castiza por todos los platós de televisión.

Es esa actitud del sálvese el que pueda, la que hace posible, por ejemplo, que en este país se mueran miles de personas esperando la ayuda para la dependencia porque este gobierno les quitó dos mil millones, y no se inmute ni el gato.

Pero tranquilos, queridos lectores, mientras Bertín nos invite a su casa para demostrar que los hombres no saben encender la cocina, y mientras Isabel nos siga emocionando con sus coplas desde los escenarios de la España más casposa, todo irá bien. Lo de los cientos de cadáveres flotando en el Mediterráneo, si ya tal, o ya los limpiarán cuando empiece la temporada turística y olé.