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Apunte etológico: escena cotidiana. Durante una animada conversación, vermut en mano, muestras, asertivo y completamente entregado, tu sincero acuerdo con tu interlocutor con frases de este cariz: «Por supuesto», «está claro», «qué razón tienes»; o «menudos cabronazos», «en la cárcel los quería ver», etc, hasta que el tertuliano, animado por la coincidencia de criterios, pronuncia una sentencia con la que te sientes incapaz de comulgar.

Aprovechas entonces para ensartar con un palillo la aceituna y el boquerón. Masticas mientras evalúas si entrar al trapo o, en caso de que el comentario vertido no sea constitutivo de grave ultraje a tus convicciones, callar desplazando tu expresión hacia la zona del espectro conocida como «cara de póker».

Si las circunstancias te animaron a decantarte por la opción de representar un impecable Tancredo, se abrirá a partir de ese momento un abanico de posibilidades: quizás tu ahora antagonista se dé cuenta de tu falta de entusiasmo y recule (trago largo de cerveza y berberecho); quizá no sepa leer en los signos corporales, y en ese caso continuará martilleando el mismo clavo. O puede que aún comprendiendo que se te atragantó su aseveración, ahonde en su tesis sin piedad. Tanto en el segundo como en el tercer caso, quedarás obligado a reaccionar argumentando tu desacuerdo.

Pero hay veces que uno intuye que ese gesto conduce a la incomodidad, sobre todo si estamos ante una charla circunstancial o tenemos más ganas de pedir otro Martini y echar unas risas que de emitir una dosis de proselitismo (o lo que es quizás peor, de recibirla).

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Bien, todo esto es muy normal. Lo que ya no lo sería tanto es que esta escena de aperitivo con baches se repitiera cada dos por tres, y éste es mi caso.

¿Por qué me sucede tan a menudo?, me pregunto. A lo mejor eres un poco rarito, me respondo. Quizás sea extraño que detestes a Aznar, a su parienta, a Esperanza Aguirre, al Zaplana que se largó tan de rositas como nuestro embajador en Londres; que te produzca urticaria el portavoz Hernando, con sus cejas arqueadas y su boca en permanente mueca de asco; que no consigas sentir la menor empatía por los embustes de Mariano y la diferida Cospe etc, etc, y sin embargo encuentres razonable a Javier Maroto o que incluso aprecies a Cristina Cifuentes o a la más cercana Águeda Reynés.

Quizás sea raro que rehuses dar por hecho que todo empresario sea un capullo y todo trabajador un angelito (ni viceversa), o que rechaces el sistemático desprecio que algunos muestran hacia cualquier perroflauta (sin haber tratado a ninguno), ni que aprecies a Garzón aunque no seas nada comunista mientras desprecias a Pablo Iglesias (por sobrado y trilero) a pesar de que agradezcas a Podemos que hayan levantado la liebre en este país podrido de corrupción y plagado de electores que insisten en entregar su voto a quienes les vienen toreando una y otra vez al natural y -con mayor destreza- a base de trincherazos y verónicas.

Quizás resulte extravagante que te opusieras a las rotondas y al destrozo del paisaje menorquín con tanta rotundidad como te opones al sectarismo, el nepotismo y la pereza como fórmula para disecar una sociedad siempre dispuesta a apuntarse al clan que más calienta. Quizás parezca extraterrestre que no hayas pisado (ni tengas ganas de hacerlo) un Starbucks ni El Celler (me gustan las fabes con almejas sin 'revisitaciones'), ni se te haya visto cantar himnos de ningún signo. Quizás no sea de recibo que no perdones a Zapatero por haber indultado a quien no lo merecía y haber condonado a una eléctrica unos cuantos miles de millones y que no te creas ni una palabra que salga de la boca de Artur Mas ni de su nuevo encargado en la botica. Que no te apetezca oír ningún discurso que pretenda quitar hierro al pasado criminal de ETA o que no puedas tomar en serio a quien no se descojone abiertamente del Maduro que se enternecía (en formato místico) con las charlas póstumas del reencarnado pajarito Chávez. ¿Sigo?

Si es que incluso, siendo seguidor del Real Madrid, me cae infinitamente mejor Simeone que Ronaldo. Y así no hay manera de acabarse un aperitivo tranquilo.