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El refrán dice: «Días se fueron y días vendrán; lo que unos trajeron, los otros se llevarán». Me viene como anillo al dedo para comentar la foto que estoy contemplando. Se trata de una instantánea perteneciente al archivo de Mascaró Pasarius, tomada durante la década de los cincuenta en el rincón de la Plaça del Born de Ciutadella donde se alza la iglesia de Sant Francesc. En ella aparecen una docena de bicicletas estacionadas en la acera, frente al Bar Imperio. Las hay más nuevas y más viejas, pero ninguna lleva candado. Dos hombres en mangas de camisa hablan frente a la iglesia, lo que indica que la foto fue tomada en primavera, puesto que otro hombre, situado de espaldas lleva chaqueta y sombrero. Una mujer de mediana edad parece en trance de aguardar que suceda algo o llegue alguien delante de la casa parroquial, cuya puerta se halla abierta. Un niño de pantalón y manga corta hace equilibrios sobre un carro con las varas alzadas, con peligro de caer y romperse la crisma. Un automóvil negro, como los que salen en las películas de Charlot, está estacionado frente al antiguo edificio de la Mercantil, ocupado entonces por la Falange Española y el Frente de Juventudes. El automóvil tiene la matrícula B-39510.

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La moraleja es que el tiempo lo cambia todo. Y lo que no sé es lo que queda después de pasar el tiempo. La Unión Mercantil e Industrial de Ciutadella era una sociedad mutualista obrera y recreativa que tenía su sede en el palacio que el industrial Llorenç Cabrisas construyó en el solar contiguo al antiguo convento de Sant Francesc, donde los frailes franciscanos tenían el huerto. Era un hermoso edificio de estilo colonial en cuyo salón se representaron obras de Luca de Tena, de los hermanos Álvarez Quintero, Muñoz Seca, etc. Después de ocuparlo la Falange, fue vendido al Ministerio de Transportes, que lo derribó para levantar la sede de Correos. Yo solía ir a comprar tabaco rubio para mi tío Mario al bar Imperio, donde ya se refugiaban muchos durante la misa de los entierros. Un viejecito al que llamaban en Mestres, de pelo blanco y gafas redondas, me daba las cajetillas discretamente, porque era tabaco de contrabando. También solía entrar en la casa parroquial para comprar la bula, con unas pesetas que me daba mi padre, para poder comer carne durante la Cuaresma. Una de esas bicicletas podría ser mía, e incluso podría ser el niño encaramado en lo alto del carro. Solo que de esta imagen no queda más que el recuerdo en 2.500 palabras.

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