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El día 4 de enero de 2003 un ciudadano alemán, Franz Josef Strammberg, secuestró una pequeña avioneta en las cercanías de la ciudad de Frankfurt. Durante varias horas sobrevoló el centro histórico de la ciudad amenazando con estrellar la aeronave contra la sede del Banco Central Europeo en caso de que no se le permitiera efectuar una llamada telefónica a los Estados Unidos. Ante el peligro de la situación, la policía alemana decidió evacuar los grandes edificios del centro de Frankfurt al tiempo que un helicóptero y dos aviones de combate rodearon la avioneta. Tras acceder a su petición, el secuestrador aterrizó en el aeropuerto de Frankfurt y se entregó a la policía.

Este suceso trajo a la memoria de los alemanes el terrible atentando del 11-S y provocó que las autoridades adoptaran una serie de medidas legislativas destinadas a mejorar la seguridad aérea. Una de ellas fue la aprobación de la Ley de Seguridad Aérea de 2005 que, impulsada por el gobierno del entonces canciller social-demócrata Gerhard Schröder, pretendía establecer una base legal para hacer frente, entre otras cosas, al secuestro de una aeronave por parte de un comando terrorista suicida. La normativa permitía que el Ministro de Defensa ordenase el derribo de un avión de pasajeros cuando las circunstancias del caso permitiesen concluir que dicha aeronave iba a ser utilizada como una bomba volante para atentar contra muchas personas. La normativa, por tanto, lanzaba un mensaje claro: para salvar la vida de un número considerable de seres humanos, se debía sacrificar la de unos pocos. Un grupo de juristas, abogados y pilotos de varias líneas aéreas recurrió al Tribunal Constitucional al considerar que dicha normativa había traspasado la línea roja al quebrantar la garantía de los derechos fundamentales. Finalmente, el Tribunal Constitucional dictó sentencia el día 15 de febrero de 2006 y declaró que dicha ley infringía de forma clara el derecho a la vida y a la dignidad del ser humano. A tal efecto, el Tribunal consideró que esta facultad atribuida al ministro de Defensa conducía a una «cosificación y a la privación de derechos» de los pasajeros y miembros de la tripulación al permitir que el Estado pudiera disponer unilateralmente de sus vidas y sacrificarlas en aras a la salvación de otras vidas igualmente dignas de protección. La sentencia concluía que «cada vida humana ostenta de por sí un valor absoluto igual, por lo que no puede ser sometida a una distinta valoración o a una especie de ponderación de carácter numérico».

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Uno de los logros más importantes del moderno constitucionalismo es el pleno sometimiento del Estado al Derecho. Todas las actividades del Estado deben encuadrarse en las normas previamente aprobadas por todos a través de los representantes libremente elegidos por los ciudadanos. Esta obligación incluye, como es lógico, la lucha contra el terrorismo. Los atentados terroristas del 11-S, 11-M, 7-J y los recientes atentados de París (2015) y de Bruselas (2016) han contribuido a la creación de una profunda sensación de inseguridad y de un miedo generalizado de la población que, aterrada por los devastadores efectos del terrorismo, reclama medida eficaces, aun cuando suponga una restricción o reducción significativa de los derechos fundamentales. ¿Qué medidas se pueden adoptar? ¿Debe prevalecer siempre la seguridad frente a cualquier otro interés? ¿Podemos crear un «Derecho Penal del enemigo» que no conceda a estos criminales las garantías y derechos que disfrutamos el resto de los ciudadanos? ¿Hay algún límite a las medidas que puede impulsar el Estado para proteger la paz y la convivencia democrática? ¿El fin justifica los medios?

No son, desde luego, preguntas fáciles. En efecto, el Estado tiene pleno derecho a defenderse de la amenaza de este nuevo terrorismo, globalizado, difuso y escurridizo. Sin embargo, esta defensa no puede realizarse de cualquier manera y cualquier precio pues ciertas medidas –por muy loables que sean sus fines- pueden poner en entredicho los pilares que fundamentan nuestra sociedad democrática y de respeto a los derechos fundamentales. La grandeza del Estado social y democrático de Derecho radica en que al criminal más execrable se le garantizan una serie de derechos, entre ellos, a tener un juicio justo. No existe otro camino pues los atajos conducen, con el paso de los años, a dar la razón a los mismos a los que se intenta combatir. Quizá sea el momento de recordar las premonitorias palabras del filósofo Friedrich Nietzsche: «Un hombre de Estado divide a los seres humanos en dos especies: primero instrumentos, segundo enemigos. Propiamente no hay para él, por tanto, más que una especie de seres humanos: enemigos».