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Menorca resonó por primera vez en el deporte nacional más próximo a la elite aquel mes de mayo de 2001, cuando un par de minutos fatídicos le privaron del primer ascenso al coliseo del baloncesto nacional, la ACB, en Granada.

Un entrenador orondo pero fornido, que rebosaba humanidad, simpatía y carisma, había llevado a toda la Isla y al malogrado club a las puertas del salto a la Liga de les estrellas que el club lograría años después.

Aquél hombre era Quino Salvo, fallecido el miércoles víctima de un tumor cerebral con el que, casualidades de la vida, bromeaba ya en la Isla asegurando que lo padecía.

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Porque Quino fue un técnico atípico pero extraordinariamente capacitado en aquellos años para rentabilizar los equipos en los que trabajó. Lo hizo alejado de las nuevas tecnologías, como los entrenadores de antaño que armaban su trabajo a partir de la experiencia y el trato. Por eso la actitud afable y directa con sus jugadores le convirtió en ídolo en Cantabria y Menorca como lo había sido antes en su etapa de jugador, en Valladolid.

Fue Quino el entrenador que más y mejor conectó con el entorno del club y quizás, por ello, el más querido. Nadie como él mostró tanta sensibilidad hacia el trabajo de los periodistas o a la preocupación de la afición por un mal resultado.

Viajar con Quino Salvo por España fue un ejercicio de diversión porque este gallego, de fuerte temperamento pero sensible y de lágrima fácil, dejó amigos allá por donde pasó.

Devoto de Navratilova, Chenoa y el Gordon's Cola, Quino fue de aquellas personas cuya sola presencia animaba el cotarro en cualquier circunstancia. Un día extendió sus brazos y se lío a correr en la sala del espera del aeropuerto de Barcelona por haberse apostado con sus jugadores que era capaz de hacerlo si cada uno le daba 10 o 20 euros. Lo hizo ante la mirada atónita de cientos de pasajeros. Su propósito era levantar la moral tras una derrota. Y lo consiguió. Así era Quino, un grande que siempre recordaremos.