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No te lo creerás, amigo lector, pero hay pocas posas más adictivas que un puñado de aplausos. A uno, o a una, le reconforta que le premien generando este ruido tan habitual en escenarios que suele servir para agradecer un concierto, un partido, una actuación… En definitiva, un esfuerzo que sale de lo habitual. Pero el aplauso es peligroso también porque, como te comentaba, puede ser adictivo hasta el punto de convertirse en el único objetivo.

Un aplauso reconforta. Que uno dé lo mejor de sí mismo ante un grupo de gente y éste lo premie picando fuerte con las manos anima a seguir trabajando, a seguir mejorando, en definitiva, a seguir practicando para que aquello que hagas salga todavía mucho mejor.

El problema es cuando uno o una se acostumbra al aplauso y lo exige casi como norma. Calcula meticulosamente sus palabras y sus silencios para acabar ejecutando un ejercicio perfecto y preciso con los momentos muy marcados para que se dé el aplauso. Entonces es el público el que decide indistintamente de si el actor o la actriz lo merecen o si queda como un pasmado esperando algo que no llega. Otras veces se aplaude a la obra en general en lugar de los protagonistas y estos, con el ego por las nubes, se lo agencian y lo celebran como propio.

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Pero trabajar para el aplauso me parece triste y populista. A los que viven por y para el aplauso les recordaría lo que ocurre en algunas piezas de ópera. Los cantantes no desesperan si no se aplaude porque el aplauso llega al final, en el conjunto de la obra, no necesariamente por un solo. En las normas no escritas de la ópera el que aplaude durante la ejecución queda como un ignorante –que no tiene porqué ser algo malo-.

Por eso a mí me parece que lo importante no es preocuparte de si te aplauden entre piezas que vas interpretando sino centrarte en dar lo mejor de ti, acumular esfuerzos y ganarte el aplauso cuando corresponde. Al final de la interpretación.


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