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La prisa siempre es mala consejera. O eso debería pensar el asesino justo antes de su sorprendente final. Sorprendente para él, por supuesto, tan dado al detalle, al cálculo, a la organización de la oportunidad perfecta, a la pulcritud, y finalmente a la rúbrica de todos sus trabajos. Ese tipo de seña irónica que propone el asesino en serie al investigador y que en su caso consistía en tatuar a las víctimas con un detalle de la gastronomía local.

Ese fue la pista en la que reparó el inspector César Sánchez al observar el segundo cadáver: un monje budista con un tatuaje en forma de sobrasada de payés grabado a navaja en el hombro izquierdo. El mismo que observó en el primero, idéntico modus operandi. Tras el levantamiento del cadáver -hora aproximada de la muerte las 2 a.m., causa: sobredosis, muy probablemente de space, una nueva droga sintética que se puede comprar fácilmente por internet- el inspector se dirigió a la patrulla: «se acabaron los días libres, habrá más cadáveres» y volvió a su coche analizando lo que había visto.

Ya me han jodido las vacaciones» era el pensamiento que le acompañaba desde un par de días atrás. Lejos quedaba ya la llamada telefónica que interrumpió su ritual matutino, justo antes de abrir una cerveza Graham Pearce de Sant Climent y de hincarle el diente a una formatjada. Tras 5 minutos de escucha, sin mediar palabra, guardó todo en la nevera y se dirigió a la escena del crimen. Las autoridades locales, con problemas de efectivos durante el mes de agosto, le pidieron llevar el caso con discreción y se negaron a cerrar el aeropuerto y los puertos, para no espantar al turismo en uno de sus mejores años. Ya ven, queridos lectores, no querían perder los turistas prestados venidos de los países que habían sufrido el golpe atroz del terrorismo.

A las dos horas del segundo encuentro, un payés de Es Migjorn Gran encontró el cadáver de un sacerdote cuando fue a regar sus tomateras. Mismo veneno, mismo tatuaje. No habían llegado al tercer aviso cuando un cuarto confirmó definitivamente las sospechas del inspector. Una dependienta de Sant Lluís encontró otro cadáver, un conocido pastor evangélico, tirado delante del Molí del Dalt. Una vez más se repetía el ritual.

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El riesgo, a menudo, vale la pena. O eso debió pensar Ernest, adolescente menorquín, afincado en Fornells, cuando temeroso se adentró de noche en el polígono de Alaior para cazar a un Chárizard. No se lo había dicho a nadie, y furtivamente había salido a buscar el pokémon más famoso de la saga, sin saber que no estaba solo.

Alertado por la luz del móvil, el siniestro asesino, ya dispuesto a tatuar una nueva sobrasada en el cuerpo de la quinta víctima, un viejo chamán eremita habitante de Cales Coves, se escondió junto al pesado cadáver en un contendor, a la espera de la oportunidad para terminar el trabajo. «A veces lo bueno, se hace esperar», pensó, y aguardó a sangre fría, bajando pulsaciones, respirando lentamente.

En la cabeza del pirómano anónimo que quemó el contenedor las voces repetían «las calles piden fuego, y yo se lo voy a dar». El inspector Sánchez llegó a la media hora, y vio el cadáver calcinado de la última víctima abrazada a su asesino. Taciturno pero satisfecho, rellenó todo el papeleo y regresó a por su añorada cerveza.

Ya ven, el final siempre es inesperado. Así que no se apuren, saboreen a tragos largos los días y las noches estivales. Feliz verano.

Pd: por cierto, Ernest cazó a Chárizard. Cuidado con Ernest.