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A pesar de unos resultados decepcionantes que difuminaron la imagen juvenilmente entusiasta de los primeros comicios a los que concurrió su partido, Albert Rivera acaba de autoproclamarse el salvador de la patria. Y es que en cierto modo, el líder de Ciudadanos ha conseguido lubricar el embrollo lamentable generado en el país tras las últimas elecciones a partir de la ineficacia de las grandes formaciones para alcanzar un acuerdo de investidura y de gobernabilidad, aunque nadie deba descartar todavía que acudamos por tercera vez consecutiva a las urnas si el PSOE sigue enrocado en su negativa.

Como sucediera con el socialista Pedro Sánchez cuando se lanzó al vacío en busca de la presidencia de la nación pese a haber cosechado menos votos que nunca en la historia de su partido, Rivera ahora hace acopio de un protagonismo que no le correspondería en función de aquellos resultados decrecientes.

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Saltó a la fama como la nueva ilusión del centro derecha español, pero el jurista catalán acabó haciendo arrumacos con el PSOE, sin exigirle la misma retahíla de condiciones que ha impuesto a Mariano Rajoy contra la corrupción. Ese devaneo, seguro, le restó credibilidad entre muchos de sus votantes que acabaron pasándole factura en la última cita electoral del pasado junio.

La política, no obstante, le ha regalado una nueva oportunidad y se ha mostrado hábil para cogerla al vuelo a pesar de tener que tragarse su reiterado veto al candidato de los populares.

Que Rivera haya condicionado ese apoyo a las seis medidas contra los corruptos que han desprestigiado a la clase política en general es una posición muy apreciada. No lo es tanto que se invista a sí mismo como héroe nacional tras sus volubles actitudes de alianza. Pasó de 40 diputados a 32 en solo seis meses, conviene no olvidarlo.