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El filósofo chino Lao-tsé dijo que todo viaje, por largo que sea, comienza con un solo paso, pero un solo paso es lo que separa hoy nuestras islas. Sin embargo, hace ya algunos años, un profesor de Barcelona me sugirió que, ya que me iba a Menorca de vacaciones, devolviera una monografía a un amigo suyo de Eivissa. No debía de saber que entre nosotros está el mar, ni que para entregar su trabajito yo tendría que coger tres aviones. Lo recuerdo ahora, cuando acabo de regresar de Mallorca en uno de esos viajes relámpago que hoy en día pueden realizarse porque nos separan solo 25 minutos de vuelo y muchos euros del billete. Pero digo mal, no nos separan 25 minutos de vuelo; nos separa una hora para llegar al aeropuerto, 50 minutos de vuelo para ir y volver, dos horas de antelación –una para cada vuelo-, dos horas de retraso por un fallo técnico, cinco horas por anulación del vuelo que sufrió el fallo técnico y una eternidad de criterios dispares, porque cada persona es un mundo y cada isla un universo diferente. Total, el mundo, para los que vivimos en una isla, incluso una isla tan bien comunicada como Mallorca, es como dijo Ciro Alegría «ancho y ajeno». Muy ajeno. El poeta Joan Oliver, Pere Quart, dijo que «en ma terra del Vallès tres turons fan una serra, quatre pins un bosc espès», y Albert Sánchez Piñol, que se subió a lo alto de El Toro, en Menorca, se asombró de que desde allí arriba pudiera verse toda la Isla. Se equivocaba. Desde allí podía verse todo el mundo, porque en una isla como las nuestras el mundo se acaba donde empieza el mar.

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Resumiendo, a los isleños –que era el nombre del conjunto que acompañaba a Bonet de San Pedro: «sus» isleños-, a los isleños nos separa una eternidad, personificada en el mar, que es donde se nos acaba el mundo. Se echa de ver con un mero viaje de ida y vuelta entre nuestras islas, con salida a las siete de la mañana y regreso a las doce de la noche. En el caserón de La Misericordia nos recibe el silencio de los siglos, la quietud de las piedras, el eco de los huérfanos desaparecidos y los fluorescentes de los funcionarios que hoy en día lo habitan, para mejor lustre de nuestra cultura. De repente Antoni Marí quiere introducirnos en el misterio de la momia de una iglesia, en los espantos del quemado Crist de la Sang y en la certidumbre de que para saber si un libro es bueno tienen que pasar cincuenta años desde su publicación. Acabáramos, ningún jurado de concurso literario puede aguantar tanto.