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Cuenta atrás en la medianoche, al filo del comienzo de un nuevo año, 2017. Brindis, risas, besos y felicitaciones entre los amigos, la familia, los comensales de la mesa de al lado. La Nochevieja es uno de esos momentos en los que la gente se suelta, transmite sus buenos deseos, aunque no se los pidas, un día de esos marcado en el calendario en el que se saluda y se planta un abrazo incluso al que no se conoce. Imagino que fue igual en la discoteca Reina de Estambul, como en todos los locales, plazas, restaurantes del mundo. Solo que una hora y cuarto después la alegría se tornó en un baño de sangre. Pasó la guadaña terrorista y, en una Turquía castigada en 2016 con atentados y un golpe de Estado, la entrada en el Año Nuevo fue como una película de terror, una nueva Bataclan; quedaron segados los proyectos, los buenos propósitos, las vidas de casi cuarenta personas mientras otros, heridos, arrastrarán secuelas físicas y psicológicas de por vida. Pánico, caos y horror que pasa por nuestro lado, que podría haberse dado en cualquiera de nuestras celebraciones, o en la de nuestros allegados, porque en este mundo, que hemos hecho pequeño y a nuestro alcance en unas horas de avión, puede haber seres queridos en cualquier ciudad europea o de otro continente, en un mercadillo navideño de Berlín, en las campanadas de la Puerta del Sol en Madrid, en un concierto en París, en una visita turística en Marruecos o Egipto.

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Estamos en una guerra declarada por el yihadismo y el frente está en cualquier lado, aunque algunos no quieran verlo. Una amenaza que se ha convertido en una macabra lotería, y ya sabemos que aunque matemáticamente es muy difícil que tu número salga, siempre hay alguien a quien le toca, cada año. Por eso, en lugar de vetar, criticar y expulsar de determinados eventos a las fuerzas de seguridad, al contrario, es de agradecer la difícil labor que desempeñan, ya que cada detención puede ser un atentado frustrado. Es reconfortante saber que algunos trabajan para que otros podamos seguir con nuestras vidas.