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Francia estrenó con el año una nueva norma, dentro de su reforma laboral, que promete traer cola: el derecho de los trabajadores a desconectarse fuera del horario de oficina. Decir 'no' por ley a la obligación de responder un mail, una llamada o un mensaje de móvil cuando uno ya ha cumplido con sus horas y le corresponde un espacio y un tiempo a su familia, a su descanso, a sus ocupaciones personales. Es una regulación adelantada, pionera, que combate los aspectos más negativos de la tecnología, la hiperconexión, el control en todo momento de las personas, la adicción de algunos empleadores a esa respuesta obligada e inmediata del subordinado, la dificultad de éste de dar una negativa, de plantarse ante un requerimiento laboral a destiempo por miedo a las consecuencias. Circunstancias todas ellas que más que ayudar a mejorar el rendimiento y la productividad los empeoran, pero que siguen vigentes. Son la cruz de la moneda de la tecnología, que en su cara más amable tanto nos facilita la vida en otros aspectos y que también ha significado -y significa, porque el cambio es constante-, una revolución en el trabajo.

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De momento en el país vecino se obliga a negociar este derecho en las empresas de más de 50 empleados, abre una puerta a una regulación hasta ahora inexistente, y que debería hacernos reflexionar a todos acerca de hasta dónde hemos llegado para que sea preciso poner coto a una situación que, si se convierte en abuso, puede ser perniciosa para la salud.

Es un paso, una vía abierta a la mejora laboral, como la idea de (¡por fin!) intentar equiparar nuestros horarios a los del resto de los europeos, dejar de ser los que menos duermen (qué dudoso honor) y conciliar trabajo y vida más allá de los discursos huecos en campaña electoral. Hay que intentarlo.